"Fue…
la primera vez.
Era
una fría noche de otoño a medianoche. Había visto aquella chica cada día desde
hacía cuatro años y se había convertido en toda una preciosidad: alta, con
curvas, una larga melena color caramelo, unos labios risueños… Todo ello con
una elegancia tan natural, sencilla y grácil que se me hacía inconcebible no
observarla cuando ella no miraba.
Empecé
a ver, poco a poco, cómo los ojos de los jóvenes se iluminaban al verla pasar,
víctimas del deseo. Sí, era hermosa, verdaderamente hermosa, tanto como lo fue ella. Quizá por eso me fijé en ella, tal
vez por eso…
El
viento era cortante y se abrazaba al cuerpo con una pasión helada. En medio de aquella
urbanización, a lo lejos, alcanzaba a oler un aroma a leña quemada que me dejó
relajado, más aún si cabía. Y más allá escuché los gritos y risas de una fiesta
vecinal. ¿Una fiesta sin padres, tal vez?
El
mundo empezaba a desaparecer ante mis ojos sin mucha preocupación. Ante mí sólo
existía aquella casa sencilla de vallas blancas y césped recién cortado por el
que pisaba, con los olmos desnudos anunciando el porche y la luz del salón y la
cocina alumbrando vida.
Tras
llamar a la puerta de entrada, unos segundos de espera rutinaria dejaron a la
vista una melosa cabellera asomándose por detrás de la madera. La joven me echó
un vistazo rápido y me sonrió con motivo de una cálida bienvenida a pesar de
las altas horas de la noche.
-¿Aún
despierta?- pregunté, dando el primer paso hacia el interior tras rascar las
suelas de mis botas en el felpudo de la entrada. Me observó con la confianza
que tan sólo concede la familiaridad- ¿Tu hermana no está?
Agudizó
su sonrisa en señal de alegría. Atisbé sus perlas, gentiles y bellas. Sus
gestos, toda ella, irradiaban vida… Una lástima.
-Sí.
Ha ido a celebrar su compromiso con los del trabajo. El afortunado también ha
ido. ¿Quieres tomar algo? Puedo preparar un té.
Negué
con la cabeza con mi mejor disfraz: el vecino discreto, educado y encantador.
-No
quisiera molestar. ¿Cómo es que tú no has ido?
-Estoy
cansada y creí que sería mejor que mi hermana no se preocupara por tener que
cuidar de mí. En ocasiones es demasiado protectora, pero es lo que debe
soportarse a veces por ser la pequeña- comentó con un gesto burlón, antes de
echarle un vistazo a mis ropas sonriendo de nuevo-. ¿No tienes calor con la
sudadera?
-¿Bromeas?
¡Hace un frío horrible!
La
joven asintió mientras me ofrecía asiento en el salón. Sí refrescaba pero la
sudadera era gruesa y mis guantes de un resistente cuero negro.
-Lo
cierto es que sí, no han dejado de bajar las temperaturas durante todo este
mes. De hecho, hoy han dicho que es posible que volviera a nevar…- miró en
dirección a la ventana, quizá esperando descubrir algún copo de nieve cayendo.
-Sí,
yo también lo he oído. Espero que nieve.
-¿Te
gusta la nieve?- preguntó alegre.
-No
especialmente- respondí, a lo que ella cabeceó y me miró, confusa, esperando a
que yo le aclarara eso. Sin embargo no lo hice, no tenía intención.
-Bueno,
desde luego yo prefiero el verano a toda costa. Lo añoro. De hecho, voy a
buscar una rebeca para abrigarme. Tener la calefacción estropeada es un
fastidio.
Se
levantó de su asiento de un salto, me dio la espalda y ya en el pie de las
escaleras del piso superior se dio la vuelta y con gesto dichoso me dijo:
-En
cuanto vuelva tienes que contarme qué haces aquí. ¡No nos visitas muy a menudo!
Agaché
la cabeza como si el arrepentimiento hiciera mella en mí:
-Soy
un mal vecino.
Su
risa sonó como el gorjeo de un pájaro que desapareció escaleras arriba. Fuera
de mi campo de visión y yo del suyo, descolgué el teléfono del salón y corrí
las cortinas del mismo, además de las de la cocina y del vestíbulo.
Automáticamente, respiré hondo y con firme determinación recorrí sigilosamente
el camino hasta su dormitorio, donde la elegida rebuscaba impacientemente en
una cajonera. Tensé los cordones de la sudadera para que la tela cubriera parte
de mi cara pero sin enturbiar mi visión. Quería verlo todo: sus manos, su piel,
su suave cabellera, sus ojos… Aquellos hermosos ojos azules mirándome a mí,
sólo a mí.
Al
mismo tiempo, mientras ella todavía no se había percatado de mi presencia,
palpé con mi mano el bolsillo derecho de mi sudadera, distinguiendo la suave
lana del rígido cordel con el que jugueteaban mis dedos. Más tranquilo y, aún
así, excitado, empecé a caminar lentamente sin arrastrar los pies por encima de
la estera. Saqué la cuerda de la sudadera y un rizo metalizado rompió la
negrura del vacío. Lo cogí por ambas extremos alzándolo en el aire y
deslizándolo más allá de su rostro. Un destello plateado quebró el aire justo
cuando su mirada halló al extraño que había tras ella.
La
cuerda se tensó en el instante crucial en el que se llevó las manos al cuello y
empezó a revolverse. Un grito ahogado escapó de su garganta. Después, todo
fueron gemidos lastimeros. Intentó pronunciar mi nombre con voz dolorida,
confusa… y yo sólo podía pensar que era fácil, sencillo: más simple que
romperle el cuello a un pájaro.
Sus
piernas, más de una vez, me propinaron una patada y sus manos, en más de una
ocasión, se debatieron entre desgarrar la piel de mi cara o la de las manos que
dirigían esa cuerda de piano. No lo consiguió. Aún así…ni mi postura ni mis
intenciones cambiaron de parecer. Ni su voluntad, ni su resistencia, ni sus
gritos eran motivo de preocupación: era menuda y su fuerza no podía igualarse
en nada a la mía.
Mientras
ella se revolvía y luchaba desesperadamente, malgastando fuerzas, yo iba estrechando
cada vez más el lazo que devoraba su cuello. Poco a poco, el oxígeno quedaría
inservible y los movimientos se ralentizarían.
Mi
corazón latía fervientemente, la adrenalina palpitaba con ardor en mis muñecas
y la cabeza me gritaba que siguiera, embotada por la emoción. Quería continuar,
lo deseaba, lo necesitaba… tanto como que sabía que ansiaba fervientemente que
ella continuara presentando batalla. Cuanto más lo intentaba, más disfrutaba
yo.
En
mis oídos sólo retumbaba el ritmo de mi pecho, que parecía a punto de explotar
por el éxtasis. El único sonido que ahogó el de mis latidos, exultantes, fue el
de su silencioso grito de agonía que parecía recorrer mi cuerpo entero como el
martilleo de la lluvia de otoño. Era un cosquilleo de lo más placentero.
Poco
a poco el cuerpo de la chica empezó a agitarse cada vez menos, pesarosamente,
pero aún con las convulsiones propias de la lucha, de quien quiere vivir y
lograr una victoria que sabe que no puede obtener. Al ver que cada vez suponía
menos una molestia la arrastré por el suelo hasta su cama, donde tendí su
cuerpo e hice que sus ojos se encontraran con los míos.
El
azul de su mirada me golpeó con furia. Podía palpar la ira que me enviaba, todo
el desdén y el odio que me dedicaba. Aún así, cuando empecé a estrangularla con
más vigor su mirada me regaló una súplica desesperada, la cual me impulsó a no
detenerme.
El
brillo de sus ojos comenzó a atenuarse cuando quedaron húmedos por las lágrimas
y en ellos vi la mirada de ella.
Podía sentirla, recordarla y verla ante mí como si todavía siguiera allí, en
vida, observándome. Creí firmemente que me acompañaba, estudiándome y dándome
ánimos, prometiendo en silencio que estaríamos juntos para siempre.
Esa
dulce belleza se quedó inmóvil, en su mirada murió todo rastro de vida y sus
manos cayeron a ambos lados de su cuerpo como el pliegue del tallo de una rosa
al marchitarse.
Paulatinamente
me aparté de ella, me tomé unos segundos para serenarme y la observé
complacido, satisfecho, mientras lo que quedaba de ella se deslizaba hasta el
suelo. Su expresión encuadraba la perfecta representación de quien se desespera
por el horror.
Ya
de madrugada y frente a la ventana de mi dormitorio, mi aliento enteló el
cristal al mismo tiempo que unos copos de nieve se arroyaron al vacío. La
pálida bendición cubrió por completo los jardines y los porches de aquella
encantadora urbanización, incluyendo aquellos rincones que mis botas pisaron.
Esa
fue la primera vez, la primera noche…
que mi corazón palpitó clamando, en silencio: ¡vida!"
PD: es terrible estar en época de exámenes; una no tiene tiempo de escribir.