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jueves, 16 de abril de 2015

Pautas, suspiros


He estado esperando una semana y media a que llegara este jueves porque, de nuevo, tenía hora con la terapeuta, su sillón impolutamente blanco, ese reloj dibujado en la pared. La última sesión me había dejado astillada, con escozor en los ojos y segregando agua salada.

Hoy, más que ningún otro día desde hacia tiempo, lo necesitaba... lo que me hace pensar en la posibilidad de que un día debería salir con ella a beber. Sería de lo más divertido aunque sé, por completa intuición, que no sería muy profesional ni muy correcto. Con todo, admito que es una mujer de lo más excéntrica, que se ríe conmigo de mí enfermiza mente en ocasiones convaleciente.

Por la tarde, en la sala de informática de la facultad, ha sonado mi móvil. Me ha anulado la cita por una urgencia y se me ha caído el alma a los pies.
Todavía tengo presente los propósitos de años nuevo pero últimamente la cabeza me hace la zancadilla. Es complicado pensar con claridad y he entrado en una especie de vórtice del que, aunque sea con ayuda del Diablo, voy a tener que salir con algo más que el apoyo que brinda el pasar del tiempo.

Es... ¿cómo se llaman las imágenes que no puedes hacer desaparecer?

Así que como propia terapia resolutiva de hoy he vomitado parte de mi malestar en un pobre mensaje a un amigo sabiendo que iba a encontrar con suficiente probabilidad una mano amiga. Luego he recurrido al silencio, a dejar los ojos mirando al vacío, a ocultarme bajo una serie barata y tecleando, con expresión culpable, un trabajo que por esta noche queda como cigarrillo a medio fumar.

Mientras recapacito en que debería continuar redactando y me debato entre prepararme o no un cubo de palomitas extremadamente saladas, caigo en la cuenta de que tengo un poema a medio escribir en el bolsillo. Los versos corretean, las palabras me visitan viendo sin ver una pizarra en el aula mientras me pregunto dónde fue a parar mi ira, mi voluntad, y por qué las han reemplazado las ganas de llorar.

Recaídas y gritos: vete


Hoy va de pasajes de diarios:
Llevo teniendo pesadillas durante cuatro días seguidos. Y siempre es lo mismo o similar, una y otra vez. Esta noche ha sido un antiguo amor de hará años, que me buscaba los labios arrinconándome varias veces. Yo le empujaba, le apartaba y lo hacía a duras penas; me sentía el cuerpo pesado y entumecido, como si me hubiera tomado encima un bote entero de pastillas.
Era repugnante. Era casi ver a mi monstruo particular de nuevo, a unos milímetros de distancia. Me recordaba lo peor de aquella época y lo más triste de la actual.

Al día siguiente apareciste tú.
Me escribías, me pedías vernos, reclamabas mi atención y, en secreto, aún confesabas quererme. Creo que quería morir. Sentí que lo deseaba mientras me debatía entre admitir quererte, desearte... y correr tan lejos que sólo saltar al mar o sumirme en el sueño me quitaría el dolor, la angustia...
... Pero yo ya dormía.

Porque todo era un sueño. No me llamaste, no me declaraste afecto todavía, no pediste verme otra vez... ya no escribiste.

Desperté. Todo fue un sueño y mantuve la esperanza, horrible y triste, que no volvería a verte al dormir. No obstante, al otro, al otro y al otro, volviste a aparecer.
... No puedo más.

Vete.
A pesar de que no quiero, vete. A pesar de que quiera tenerte aún más cerca, vete. Vete de mi cabeza, de mis recuerdos, de mis lágrimas, de mis sentimientos, de mi melancolía, de mi pesar, de ese futuro oscuro que mi cabeza enferma siempre augura para mí.
Me gustaría ver un futuro más claro, más esperanzador. No tan solo, tan triste, tan vacío de esperanza.


Ya no sé si eres tú o si es mi cabeza pero ya no importa. Pero por favor te lo pido: vete. Vete ya, vete ahora.
Vete.

lunes, 13 de abril de 2015

"Flores en el ático" por V.C. Andrews


No es habitual que haga este tipo de entradas pero hoy un compañero de facultad me ha influenciado con sus propias reseñas de obras literarias y la verdad es que, tratándose de filología, es hasta casi imperdonable en mi rama que apenas me haya dignado a comentar o explicar mi visión de alguna que otra novela u obra literaria que me haya marcado especialmente.

Hoy rompo este patrón sacando de mi estantería Flores en el ático, novela publicada en 1979 y escrita por Victoria Cleo Andrews. Es el primer tomo de la saga Dollanganger, seguido de (si hay algún lector impaciente que quiera saber más allá de lo que le ocurre a sus protagonistas a partir del primer tomo) Pétalos al viento, Si hubiera espinas, Semillas del ayer y Jardín sombrío (éste último escrito y terminado por Andrew Neiderman, escritor fantasma contratado por la familia Andrews con el fin de continuar con los beneficios literarios de la prosa de su predecesora).

Confieso que este libro me llego a las manos porque había sabido que era duro de leer, decíase que era algo crudo. Y sí, creo que lo es.
Una familia idílica que reside en Gladstone, Pennsylvania, pierde todo lo que tiene cuando el cabeza de familia y padre fallece en un accidente de tráfico volviendo a su casa al finalizar un viaje de trabajo. Su esposa, Corrine, y sus cuatro hijos se ven obligados a abandonar su antiguo hogar perseguidos por los apuros económicos y a refugiarse en el hogar de sus abuelos en Virginia: Foxworth Hall.
El cambio de hogar trastocará por completo las vidas de los chicos mayores, Christopher y Catherine, así como de los pequeños gemelos Cory y Carrie, quienes se verán sobrepasados al conocer de la noche a la mañana a unos abuelos de los que nunca han oído hablar y que parecen odiarles sencillamente por existir, además de conocer su verdadero apellido: Foxworth. El nuevo hogar supondrá un precio para la familia que, con la esperanza de heredar la fortuna familiar, la madre deberá encerrar a sus hijos en el ático de la propia mansión demostrando así que no tuvo hijos de su matrimonio, una condición que desembocará en abrir nuevas heridas y desenterrar secretos del pasado.
El confinamiento de los jóvenes pondrá a prueba su capacidad de supervivencia pasando por una reclusión completa en la que no verán la luz del sol, serán privados de comida, se verán sometidos a palizas, a un estricto adoctrinamiento religioso y al abandonamiento y degradación de los lazos familiares.

A medida que iba pasando las páginas y conociendo a cada uno de sus personajes desde la perspectiva de Catherine (Cathy para abreviar) fui siendo consciente de que el peso psicológico de la novela era increíblemente importante y poderoso. Porque sólo mediante el conocimiento interior de los personajes puede uno hacerse a la idea de las experiencias a las que se ven sometidos y a la dureza de su situación.
A pesar de que en ocasiones peca de detallismo al mínimo, Andrews supo plasmar fielmente la dimensión psicológica de cada uno de los jóvenes a ojos de la protagonista. Se pueden conocer cada una de las evoluciones, especialmente de la aludida, empezando por su infancia casi acabada (la novela empieza contando ella con doce años) hasta su entrada a la juventud (finaliza el relato con ella al cumplir los quince). Su hermano, dos años mayor que ella, la sigue de cerca.
Al principio de la novela nos encontramos con una madre cariñosa y dedicada a sus hijos, a dos hermanos mayores despreocupados y contrapuestos el uno del otro y a unos gemelos inocentes y risueños únicamente preocupados por su actitud caprichosa. Al finalizar la lectura, todo ello ha quedado corrompido e irremediablemente roto.
Lo escandaloso o lo escabroso, para definirlo de alguna forma, es el resultado al que son abocados sin remedio los protagonistas al verse llevados al límite. Rasgos como la desesperanza y el abandono bañan la relación de la madre son sus hijos, donde el lector se pregunta irremediablemente si Corrine dice ser o decir realmente lo que afirma. Se trata de un personaje bastante confuso, cruelmente silencioso, y a la que sorprendentemente empiezas compadeciendo y acabas odiando y cuestionándote, a pesar de todo, si verdaderamente todas sus acciones son o bien malvadas o bien sugestionadas por su familia.
Así, al mismo tiempo, se va experimentando cómo los roles de simples hermanos de los mayores irán evolucionando por obligación a los de padres que, descubriéndose faltos de una figura constante de padre o de madre, deben cuidar de sus hermanos menores. Este nuevo rol, acompañado al hecho de los cambios que sufrirán sus cuerpos y sus mentes bajo el eterno confinamiento, desembocará en el nacimiento de nuevos y desconcertantes emociones que abordarán gradual y crudamente la idea del incesto. De igual manera los gemelos serán el detonante que significará el fin de su cárcel particular, poniendo a prueba el amor de una madre y el apoyo y confianza de sus hermanos mayores.
Sentimientos como el amor incondicional se tornarán en odio ciego al mismo tiempo que el cariño se volverá sacrificio y torpe lujuria.

Lo cierto es que me resultó una lectura larga pero ligera, a veces abrumadora pero nunca pesada. Los sentimientos y las nuevas ideas de los personajes pisaban con fuerza, tal vez porque la protagonista, Cathy, resulta un torrente de emociones que vive todo a su alrededor a flor de piel.
No sabría decir si simpatizo con ella por su forma de ser pero sí comprendo la situación vivida, pues la verdad es que la autora no deja otra opción al haberlo narrado todo con tanta precisión y detallismo. De hecho resulta complicado no empatizar con los personajes al mismo tiempo que uno se ve obligado a juzgar cómo de natural, en realidad, resulta romper y destruir gradualmente los esquemas que compone una familia. Se siente compasión, rabia, incluso asqueo en alguna escena en que los niños se ven privados de alimento y un absoluto odio hacia la abuela, origen de tanto mal pero que, al mismo tiempo, sugiere un alma rota y falta de cariño que suple amor con control y tortura.

De hecho, definiría esta novela como el resultado que puede tomar el amor en sus distintos contextos y variaciones: el amor al dinero, el amor propio, el amor que busca y no encuentra, el amor romántico, el amor confuso, el amor a la libertad.

Es una novela que recomiendo por su profundidad psicológica y por la contundencia con la que acabas de leer cada página. No obstante, no así a una persona joven o, en su defecto, que se considere sensible o puntillosa. Se trata de una novela cruda, descarnada y absolutamente fiel al probable resultado que puede proceder tras el aislamiento de unos niños al mundo y al indiferente trato, incluso cruel, de su propia familia.

Como anotación especial decir que la autora se inspiró en una historia real que le confió a su editor mediante una carta en 1978. Se especuló mucho, debido al cuadro clínico de Victoria en el que se confirmaba su depresión y dos intentos de suicidio, si la escritora había sido víctima de algún tipo de abuso tanto físico como mental. También, al mismo tiempo, se rumorea que todo se basó en la historia que le contó un joven médico que la trató cuando su padre ingresó en el hospital. Se dice que éste le contó cómo él y sus seis hermanos se vieron obligados a un encierro con el objetivo de sostener la estabilidad económica de su propia familia. 

En 2014 el canal de televisión Lifetime de origen estadounidense ofreció una adaptación de la novela iniciando así la siguiente y, al parecer, próspera visión de las novelas de Andrews en la pequeña pantalla.
A pesar de que la filmación ofrece una mejor interpretación y exposición de los hechos que su antecesora, una producción de 1987 de poco gusto que acabó en un suspiro debido a la censura, acaba resultando ineficiente para plasmar finalmente la serie de acontecimientos que angustian al lector pero no al público.

No obstante, ya se sabe que un libro ofrece mucho más que una hora y media de movimiento y sonido. Al fin y al cabo, la imaginación es infinita.



PD: no descarto reseñar sus continuaciones anteriormente mencionadas si me animo.