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lunes, 21 de mayo de 2012

Testimonios de mujer



Es triste despertarte un día sin creer en nada ni en nadie. Es triste que pasen los días y darte cuenta de aunque la ida vuelva a sonreírte donde antes te falló, dentro, muy dentro, aún vive un resquicio de autodestrucción; palpitante, tan espeso como la sangre que permite la vida de un cuerpo mecánico.


Testimonio I
Hace pocos días tuve un sueño que, más que un sueño, más que imágenes inconexas, eran un recuerdo de hacía ya muchos meses. Era el principio de curso.
En el auditorio de la universidad una escritora reconocida -cuyo nombre no diré-, expuso su carrera literaria con algo pocas veces usual en escritores o en personas de poca atención social: sus experiencias personales. Mientras nos hablaba de sus libros, intercalaba dichas historias con su vida personal. Tocó un tema que no me lo esperaba e hizo que me sintiera mal, destructiva conmigo misma.
Maltrato, violencia de género, violencia doméstica. Como queramos; tampoco importa.
La mujer hablaba sin parar sobre su primer matrimonio, en el que su marido se dedicó a cumplir ese tópico tan extendido y motivo de burla: el hombre egoísta y poco atento, amante de bares y de los culos de botella, de las extrañas y el dinero fácil del juego.
Habló de cómo lo pasó, cómo le afectó y cómo acabó su primer matrimonio. Del segundo únicamente comentó que fue feliz, mucho más feliz, sintiéndose una persona digna, respetada y amada.
Esbocé una sonrisa tenue y, tal vez, un poco forzada. Salí de allí con el corazón en un puño, el paso rápido y pensando Ella lo sabe, ella sabe lo que es, ella... La entiendo.


Testimonio II
Como salpicaduras, en ocasiones me llegan retazos del presente y de lo que quedan de esos restos que se los llevó el viento como ceniza, como polvo, como nada. Esos recuerdos que prendieron hace mucho.
No estoy allí, no puedo verlo, ni olerlo ni escucharlo, pero me llega la voz del narrador y mi cabeza ya lo vislumbra: un hombre de mirada fría, más que cruel indiferente, apartando de un golpe a una joven de pelo corto, de mirada herida y alma descosida. Es entonces cuando llego a escuchar Eres una puta y cómo el cuerpo de la chica choca contra el vacío mientras la gente que está frente a ella y frente a él no hacen ni dicen nada.
Puedo ver lo que queda de esa chica ahora: una muñeca hueca que sonríe y ríe, mientras que en silencio llora por aquél al que denomina amor. Y pienso: Esa podría haber sido yo.
Ahora es cuando más me doy cuenta de que es fácil identificar lo que esconden las máscaras románticas que llevan las parejas. Es sencillo descubrir la violencia en sus ojos y no es necesario o no la presencia de un moratón. Es simple verlo en ellas: son muñecas.
Ellas parecen.... son muñecas. Es fácil distinguirlas del resto si pone la suficiente atención porque, al fin y al cabo, yo fui una de ellas un día o estuve a punto de serlo...
... ¿qué era yo entonces?


Testimonio III
Un día, fui de visita a ver a una de esas personas tan necesarias en tu vida que, si las pierdes, una parte de ti se va con ellas irremediablemente. Aún hoy me pregunto qué haré cuándo ocurra.
Me miró con ojos vidriosos por la fiebre, con esa sonrisa repleta de arrugas tan adorable que sólo despedía palabras dulces. Y me contó su historia: su padre. No es una rama de mi familia de la que esté especialmente orgullosa, pero parece que si en una estirpe no comete un tabú repetidas veces, no puede denominarse como tal.
Era un hombre llamativo, atractivo y con don de gentes, que engañaba a su mujer con muchas otras extrañas. Sus enamoramientos, su alma de Don Juan, no era un secreto. Su mujer lo sabía, su hija lo sabía. Después estaba esa parte de él que se pasaba el día en un nueva marisma de ginebra, vodka o absenta mientras su esposa se dedicaba a trabajar y el poco dinero que ganaba acababa en la boca sucia de un casino. O... también existían esas palabras que muchos utilizan para humillar a la mujer, monopolizarla mientras ella asiente, sonríe y hace su papel.
No hago más que preguntarme...: ¿Por qué lo aguantó? ¿Eso es amor? Mientras, la oigo a ella de fondo, con su mirada amistosa; susurrándome con un tono de advertencia de los que pocas veces he sido testigo: Eso es maltrato.


Testimonio IV
Un mediodía, mi madre se sentó conmigo en la mesa y en medio de tantas charlas que tuvimos, me acuerdo de cómo me explicó lo fácil que puede confundirse el amor con el Síndrome de Estocolmo: apego por el maltratador.
Me lo cuenta, me lo describe, me canta, hasta puede; que una canción sobre ella. Poco a poco, voy recomponiendo las piezas del rompecabezas. Empiezan a cobrar sentido, a tomar una forma definida cuando antes todo eran manchas borrosas.
Voy viendo, medio humillada medio reveladora, mi perfil en la sombra. Pienso de mí misma que soy una carpeta de muchas, con un número, una identificación, una serie de patrones y un triste cuadro de conducta. Asimismo, me acuerdo de mi madre y de su doble papel: ahora te apoyo, ahora le quito importancia al problema. A su vez, la psicóloga me recuerda que no quiere hablar del tema, como si fuera yo la doctora y ella la paciente y acabo calculando en qué tómbola barata se habrá sacado el título.
Me sumerjo en mi bilis.


Testimonio V
Una tarde, en medio de un bosque de Girona y en el interior de una caravana recién adquirida, una mujer nueva en la familia me cuenta su pasado, su tragedia y su presente. Entre murmullos, me confiesa que su hijo tal vez es el fruto de una de las repetidas violaciones de su marido tras las palizas. También me dice, satisfecha, que aunque no ha sido fácil ahora es feliz.
En un momento de soledad, observo a su hijo jugar, comer, hablar y caminar. No tiene más de seis o siete años, ahora ya no lo sé. Me mira picado por la curiosidad, me coge de la mano y me hace jugar con él. Más  tarde, como todos los niños de su edad, sale corriendo y, solo; opta por entretenerse mediante otro juego que hace tiempo que yo dejé de molestarme en entender.


Testimonio VI
Me acuerdo, por último, de aquel día en que mi mente dijo basta y mi cuerpo apenas podía sostenerme. Mientras, aquella chica inestable y de dudosa amistad me observaba con ojos repletos de preocupación, sosteniéndome con baratas palabras de ánimo. Me retiré al baño y, de vuelta, encontré -donde antes no estaba-... el filamento de una cuchilla de bisturí en mi bolso. Ella lo observó detenidamente con un brillo ilusionado en la mirada. Estudiaba cómo mi mano sostuvo la cuchilla, temblorosa, en el centro de aquella olvidadiza cafetería.
Aquella muñeca sólo musitó, en ese tono de demencia parasitaria: ¡Uy...! ¿Qué haces con eso?
Y aquella noche, finalmente, en la que decidí apostar por una libertad que mi cuerpo pedía a gritos. Aún recuerdo mi salud pereciendo, unos días más y mi saludo al hospital hubiera sido inminente. 
A mi mente vienen varias palabras o expresiones cuando me dedico a pensar en la terapia: humillación, aislamiento, dependencia, anulación de la personalidad, inseguridad, celos patológicos, sensación de poder, necesidad de control, patrones familiares, apoyo externo, equilibrio de autoestima, imposible cambiar, nueva víctima... Y recuerdo a ese monstruo de ojos pardos, en medio del averno, con mis restos avecinándose en el baño para sacar toda la ponzoña que él me daba de beber.
Eran los mordiscos de una serpiente, una y otra vez, una y otra vez... No tenían final.
Y veo a su nueva víctima, mucho más joven e ingenua, empezando a quebrarse. Las voces de ultratumba me cuentan que llora y suplica, que ha caído en la espiral de la ponzoña.
¿Saldrá? ¿Se salvará como hicimos las demás? ¿Volará lejos como hice yo?






Sigo estudiando el teléfono y el número de la doctora sin saber qué hacer. Desconozco si seguir avanzando u optar por el silencio autodidacta. Sólo sé que cuanto más pasa el tiempo, descubro más sombras que se deben extinguir y menos ayuda de los supuestos profesionales.
Hoy he encendido el televisor y he visto que en el gobierno, una de las ministras, había otorgado ayudas económicas a todos aquellos organismos que se dedicaban a combatir la violencia de género.
Cuando la he visto ladear la cabeza y sonreír a las cámaras, me ha parecido ver escrita en su frente y en la de todos la palabra Hipócrita con letras bien grandes.
...


¿Qué cara pintaría la doctora si le dijera lo que opino de ella y sus sesiones?
De fondo se oye The Happy Song de Poets of the fall. Yo sonrío. Cath se ríe.

sábado, 12 de mayo de 2012

Tres veces


Entré en el cuarto de baño con el espectro de Lea a mis espaldas: ese aliento frío, helado y, en cierto sentido, mustio. Mi fantasma del pasado despertando con fuerza.
Cuando reparé en el gran espejo cristalino colgado en la pared, devolviéndome mi reflejo en dos, observé de cerca el brillo apagado de mis ojos. Aquella noche los veía más oscuros que nunca, con un extraño brillo azul y frío. Reconocí en ellos a Lea, analizándome desde el interior con la frialdad de un témpano. Sentía como nunca ese vacío en mi pecho goteando alquitrán, chocando contra el plomo.
Todo pesaba, todo era metálico. Aquella noche el cielo y el mundo eran de matices platas, como la luna.
Cabeceé, bajé la mirada y empecé a lavarme los dientes. No fue hasta pasados dos minutos, mientras le daba la espalda al cristal, que saboreé en mi lengua, por encima de esa espuma blanquecina; el óxido y el metal. Me volví al reflejo, donde Lea seguía ahí; observándome con ojos fríos. Hasta me pareció descubrir en ella una sonrisa cruel, algo extraño. Tal vez Cath estaba a sus espaldas, tal vez no.
Dejé caer el cepillo en la pica, ahogada por el agua. La pasta de dientes y su espuma corrió como nunca en un diminuto torbellino que se perdió por el desagüe. Mientras, yo, sólo podía ser testigo de como el borgoña se escapaba de mi boca. Salía poco a poco pero sin interrupción, sin molestarse mucho tampoco a detenerse.
Mojé mis labios y mi lengua en agua y la sangre ahí, en el escenario níveo, disolviéndose. Y mis ojos detallando cada movimiento como la unión de los planetas o la mentira de un amigo, viendo en la sangre o en el carmín de mi boca la vida, la vida corriendo, la vida escapando.

En clase, me senté de brazos cruzados y, como hacía unos cuatro días; sentía a Lea más presente que nunca. Podía palpar su indiferencia, su frío, su aliento fresco y sus impulsos de muñeca rota. Mientras sentía por dentro como la luz de mis ojos se iba apagando, como de costumbre, a su lado; una calidez repentina me rozó el brazo. Después humedad.
Abrí los ojos tras los fluorescentes y me puse a buscar. Tal vez la pierna, tal vez la cintura, tal vez el codo, tal vez mi cuello, tal vez mi boca de nuevo... Pero no, no fue así hasta que vislumbré, en la hoja de apuntes sobre la mesa, que una mancha de carmín adornaba una esquina. Fue entonces cuando caí en la sangre que manchaba los dedos de mi mano derecha. Se había abierto una fisura en el dedo del corazón, mientras un riachuelo rojo los cubría con su manto metálico.
En cuanto la lamí, miré a ambos lados de la clase. Nadie se había percatado, nadie me dijo nada.
Aquella misma mañana, encontré más sangre en mis antebrazos y en la palma de mis manos, mientras Lea me miraba de lejos. Sus ojos me atravesaban, me acusaban de algo que yo ya sabía.

Una tarde charlaba con un compañero, ni siquiera podía definirse de amigo. Me adulaba, me seguía, me dormía. Seguramente, aquella tarde yo estuviera bañada en el cinismo y la corrupción que despedía ese cuerpo me provocara más hastío del habitual. En cualquier caso, nadie podía ver mis rostro. Ya estaba bien así.
De repente un aliento frío me sacudió por dentro y, al cabo de poco rato, una herida en mi mano se había abierto. De ella brotaban unas pocas gotas que acabaron en un río imperceptible pero... pero ahí estaba, existía. Sangraba, vivía. Y cada gota volaba, cada gota interrumpía el color de mi piel, cada gota me decía algo, cada gota me miraba de una forma distinta.
No obstante, no importaba: ahí estaba el vacío agrandándose, expandiéndose, aferrando la apatía como el alma misma. Ahí se encontraba la vida escapándose, diciéndome adiós.
Y Lea en el espejo, acusándome desde la ventana y yo apartando el reflejo como si fuera humo de tabaco, sin lograrlo del todo. 


Tres veces borgoña, tres veces en el vacío, tres veces la he sentido, tres veces de frío.

jueves, 10 de mayo de 2012

Prólogo (nuevo proyecto)



Hic sunt sirenae...


Muchos son los que se han avecinado por los siete mares con sus navíos. Marinos perdidos entre las aguas, volviendo a sus hogares tras vivir penalidades, guerras, desgracias, aventuras... con la única compañía que ofrece el océano y el firmamento, con sus tormentas, lluvias, vientos y los marineros como únicos acompañantes de travesías marinas.
Y en medio de esos viajes de camino al hogar, una voz se hacía paso entre la brisa, la espuma, las olas y las canciones en alta mar. Era una voz, una melodiosa voz de mujer que, más intensa que el latido de un corazón humano y más misteriosa que el profundo mar, quebraba la fuerza de los hombres y los incitaba a caer al agua para atraparla.
Muchos marineros, presos de ansia, de deseos de fantasías y amor eterno; asomaron sus cabezas por la popa de sus barcos para vislumbrar, entre las olas, jóvenes de extensas cabelleras que imitaban los matices azules, rojizos, amarillentos, marrones y verdes del mar. Saltaban entre las olas, jugueteaban con el ancla de los navíos y sus largas colas imitaban la luz y el resplandor de los corales, reflejando la claridad del sol y la luz embrujadora de la luna. sus ojos te incitaban a querer ahogarte en ellos, a ser presa fácil de los distintos delirios que ofrece el mar. Pero tanta belleza a los ojos de los hombres resultaba oscura en comparación con sus voces. Cuando aquellas criaturas extrañas, mitad mujer mitad pez, abrían sus bocas y dejaban asomar sus voces, unos cantares que enloquecían la mente de los hombres los conducían a saltar por la borda.
Y una vez en el agua las voces acallaban, la canción se evaporaba y el hechizo tocaba a su fin; pues dihcas criaturas apresaban entre sus brazos y sus colas a los marinos, arrastrándoles al fondo del más oscuro mar para, finalmente, poner fin a su vida. [...]




Encantan a los mortales que se les acercan. ¡Pero es bien loco el que se detiene para escuchar sus cantos! Nunca volverá a ver a su mujer ni a sus hijos, pues con sus voces de lirio las sirenas lo encantan, mientras que la ribera vecina está llena de osamentas blanqueadas y de restos humanos de carnes corrompidas...
Odisea. Homero