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lunes, 29 de abril de 2013

Una fuerza, una debilidad y un capricho de sangre


Hoy toca melancolía. Será por la lluvia.
Mi familia está formada por una colla de romanticones, duros matones, amantes de las fiestas, del barullo, algunos inconscientes, tozudos, muy orgullosos, otros muy cultos, muchísimos valientes, una marcada disciplina férrea, bastantes ligones, muchos enamorados, varias sonrisas encantadoras, ningún mentiroso cruel, un increíble cariño, una exagerada sobreprotección, contadas preferencias, mucha humildad oculta.
Pero sobre todo hay, por encima de todo, mucha locura. De la buena y de la mala.
Locura por el amor, por el cariño, por nuestras miradas, por los incontables abrazos, por las copas de vino que parten y vuelven en el viaje por el mantel, por las luchas libres, por las disputas en el agua de la piscina, por los besos que parten mejillas, por el eterno orgullo que marca los gritos y la mala leche, tan vanidosa ella, en esta familia mía.
Mis reuniones de familia van marcadas por las risas, los duelos, los pulsos, los escandalosos gritos de la alegría y de la buena compañía. Y hay de todo: coexistimos bellezas del norte, rubias y de ojos azul cobalto muy claro con miradas de tierra moteada de verde, enmarcadas por cabelleras del color de la arena y el caoba chocolate.
Sin embargo también coexiste con nosotros una locura latente, escondida y alterada, oscura, fruto de muchos llantos. Locura acompañada de ojos en blanco, miradas perdidas, rostros ocultos tras mantas, sonrisas traicioneras, mentes resquebrajadas, disimulados espasmos, ánimos depresivos e inseguras retenciones.
De más joven creía, apática, que quizá está familia llevaba una maldición encima, alguna de esas en las que la muerte llegaba siempre porque la reclamaban antes de la hora, una en la que llamaba a nuestra puerta para colarse en nuestro cuarto.
... Y luego estamos el resto, nosotros.
Una sonrisa de huesos huecos llama a las puertas y se cuela en nuestros lechos para llevarnos con ella contra nuestra voluntad. Pero nosotros no, nosotros no hicimos eso: nosotros la invitamos a pasar, le ofrecemos una taza de café precedido de un ¿no te parece que llegamos tarde?
Somos un niño de sonrisa triste que le pide llévame contigo, llévame lejos. Y ella nos observa, nos valora, suspira, desaparece y nos mantiene en su mira. Y mientras, nosotros, la esperamos escondidos y a la luz.
A veces nos visita, nos roza entre la multitud, nos suspira en la nuca, nos abraza, nos tienta, pasa al salón y con sonrisas triste, a la espera, se sienta.
Años más tarde entendí que esta familia, la más extravagante en lo que la muerte se refiere, sólo se entrega a ella si lo desea. La anciana nos pone a prueba: a las complicadas, aquellas que parecen imposibles, que exudan esencia de quimera y que te ofrecen, por ejemplo, que uno mismo debe superar a lo largo de toda una vida cinco cánceres, cinco tumores caprichosos que florecen porque sí, porque ella... quizá, dijo quiero ver qué hacéis ahora.
Somos esa clase de personas que cuando algo nos abofetea nos alzamos con ojos vacíos, con el dolor como lanza y el sufrir como una opción encadenada a la fuerza. Sólo nos crecemos en las adversidades.
Comprendí hace tiempo que si algo marca a esta familia por mayoría absoluta es la fortaleza, esa obsesión por crecernos fuertes e irrompibles. Aquí el hundimiento no es una opción y la tristeza resulta, ante todo, un lujo que nadie se permite. Sin embargo, lo que ellos no saben es que nuestra debilidad es la misma fuerza.
Y lo pagamos muy caro.
Incluso así, aun con todo, siempre me pregunto en momentos de lucidez y paranoia absoluta, como un mal chiste negro... que qué manía tiene esta familia con lanzarse por una ventana.


Imagen: "Ofelia", por John Everett Millais.

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