SafeCreative

SafeCreative
Todos los derechos reservados

jueves, 20 de junio de 2013

Un pedazo de "Sangre y música". Prólogo

"Fue… la primera vez.
Era una fría noche de otoño a medianoche. Había visto aquella chica cada día desde hacía cuatro años y se había convertido en toda una preciosidad: alta, con curvas, una larga melena color caramelo, unos labios risueños… Todo ello con una elegancia tan natural, sencilla y grácil que se me hacía inconcebible no observarla cuando ella no miraba.
Empecé a ver, poco a poco, cómo los ojos de los jóvenes se iluminaban al verla pasar, víctimas del deseo. Sí, era hermosa, verdaderamente hermosa, tanto como lo fue ella. Quizá por eso me fijé en ella, tal vez por eso…
El viento era cortante y se abrazaba al cuerpo con una pasión helada. En medio de aquella urbanización, a lo lejos, alcanzaba a oler un aroma a leña quemada que me dejó relajado, más aún si cabía. Y más allá escuché los gritos y risas de una fiesta vecinal. ¿Una fiesta sin padres, tal vez?
El mundo empezaba a desaparecer ante mis ojos sin mucha preocupación. Ante mí sólo existía aquella casa sencilla de vallas blancas y césped recién cortado por el que pisaba, con los olmos desnudos anunciando el porche y la luz del salón y la cocina alumbrando vida.
Tras llamar a la puerta de entrada, unos segundos de espera rutinaria dejaron a la vista una melosa cabellera asomándose por detrás de la madera. La joven me echó un vistazo rápido y me sonrió con motivo de una cálida bienvenida a pesar de las altas horas de la noche.
-¿Aún despierta?- pregunté, dando el primer paso hacia el interior tras rascar las suelas de mis botas en el felpudo de la entrada. Me observó con la confianza que tan sólo concede la familiaridad- ¿Tu hermana no está?
Agudizó su sonrisa en señal de alegría. Atisbé sus perlas, gentiles y bellas. Sus gestos, toda ella, irradiaban vida… Una lástima.
-Sí. Ha ido a celebrar su compromiso con los del trabajo. El afortunado también ha ido. ¿Quieres tomar algo? Puedo preparar un té.
Negué con la cabeza con mi mejor disfraz: el vecino discreto, educado y encantador.
-No quisiera molestar. ¿Cómo es que tú no has ido?
-Estoy cansada y creí que sería mejor que mi hermana no se preocupara por tener que cuidar de mí. En ocasiones es demasiado protectora, pero es lo que debe soportarse a veces por ser la pequeña- comentó con un gesto burlón, antes de echarle un vistazo a mis ropas sonriendo de nuevo-. ¿No tienes calor con la sudadera?
-¿Bromeas? ¡Hace un frío horrible!
La joven asintió mientras me ofrecía asiento en el salón. Sí refrescaba pero la sudadera era gruesa y mis guantes de un resistente cuero negro.
-Lo cierto es que sí, no han dejado de bajar las temperaturas durante todo este mes. De hecho, hoy han dicho que es posible que volviera a nevar…- miró en dirección a la ventana, quizá esperando descubrir algún copo de nieve cayendo.
-Sí, yo también lo he oído. Espero que nieve.
-¿Te gusta la nieve?- preguntó alegre.
-No especialmente- respondí, a lo que ella cabeceó y me miró, confusa, esperando a que yo le aclarara eso. Sin embargo no lo hice, no tenía intención.
-Bueno, desde luego yo prefiero el verano a toda costa. Lo añoro. De hecho, voy a buscar una rebeca para abrigarme. Tener la calefacción estropeada es un fastidio.
Se levantó de su asiento de un salto, me dio la espalda y ya en el pie de las escaleras del piso superior se dio la vuelta y con gesto dichoso me dijo:
-En cuanto vuelva tienes que contarme qué haces aquí. ¡No nos visitas muy a menudo!
Agaché la cabeza como si el arrepentimiento hiciera mella en mí:
-Soy un mal vecino.
Su risa sonó como el gorjeo de un pájaro que desapareció escaleras arriba. Fuera de mi campo de visión y yo del suyo, descolgué el teléfono del salón y corrí las cortinas del mismo, además de las de la cocina y del vestíbulo. Automáticamente, respiré hondo y con firme determinación recorrí sigilosamente el camino hasta su dormitorio, donde la elegida rebuscaba impacientemente en una cajonera. Tensé los cordones de la sudadera para que la tela cubriera parte de mi cara pero sin enturbiar mi visión. Quería verlo todo: sus manos, su piel, su suave cabellera, sus ojos… Aquellos hermosos ojos azules mirándome a mí, sólo a mí.
Al mismo tiempo, mientras ella todavía no se había percatado de mi presencia, palpé con mi mano el bolsillo derecho de mi sudadera, distinguiendo la suave lana del rígido cordel con el que jugueteaban mis dedos. Más tranquilo y, aún así, excitado, empecé a caminar lentamente sin arrastrar los pies por encima de la estera. Saqué la cuerda de la sudadera y un rizo metalizado rompió la negrura del vacío. Lo cogí por ambas extremos alzándolo en el aire y deslizándolo más allá de su rostro. Un destello plateado quebró el aire justo cuando su mirada halló al extraño que había tras ella.
La cuerda se tensó en el instante crucial en el que se llevó las manos al cuello y empezó a revolverse. Un grito ahogado escapó de su garganta. Después, todo fueron gemidos lastimeros. Intentó pronunciar mi nombre con voz dolorida, confusa… y yo sólo podía pensar que era fácil, sencillo: más simple que romperle el cuello a un pájaro.
Sus piernas, más de una vez, me propinaron una patada y sus manos, en más de una ocasión, se debatieron entre desgarrar la piel de mi cara o la de las manos que dirigían esa cuerda de piano. No lo consiguió. Aún así…ni mi postura ni mis intenciones cambiaron de parecer. Ni su voluntad, ni su resistencia, ni sus gritos eran motivo de preocupación: era menuda y su fuerza no podía igualarse en nada a la mía.
Mientras ella se revolvía y luchaba desesperadamente, malgastando fuerzas, yo iba estrechando cada vez más el lazo que devoraba su cuello. Poco a poco, el oxígeno quedaría inservible y los movimientos se ralentizarían.
Mi corazón latía fervientemente, la adrenalina palpitaba con ardor en mis muñecas y la cabeza me gritaba que siguiera, embotada por la emoción. Quería continuar, lo deseaba, lo necesitaba… tanto como que sabía que ansiaba fervientemente que ella continuara presentando batalla. Cuanto más lo intentaba, más disfrutaba yo.
En mis oídos sólo retumbaba el ritmo de mi pecho, que parecía a punto de explotar por el éxtasis. El único sonido que ahogó el de mis latidos, exultantes, fue el de su silencioso grito de agonía que parecía recorrer mi cuerpo entero como el martilleo de la lluvia de otoño. Era un cosquilleo de lo más placentero.
Poco a poco el cuerpo de la chica empezó a agitarse cada vez menos, pesarosamente, pero aún con las convulsiones propias de la lucha, de quien quiere vivir y lograr una victoria que sabe que no puede obtener. Al ver que cada vez suponía menos una molestia la arrastré por el suelo hasta su cama, donde tendí su cuerpo e hice que sus ojos se encontraran con los míos.
El azul de su mirada me golpeó con furia. Podía palpar la ira que me enviaba, todo el desdén y el odio que me dedicaba. Aún así, cuando empecé a estrangularla con más vigor su mirada me regaló una súplica desesperada, la cual me impulsó a no detenerme.
El brillo de sus ojos comenzó a atenuarse cuando quedaron húmedos por las lágrimas y en ellos vi la mirada de ella. Podía sentirla, recordarla y verla ante mí como si todavía siguiera allí, en vida, observándome. Creí firmemente que me acompañaba, estudiándome y dándome ánimos, prometiendo en silencio que estaríamos juntos para siempre.
Esa dulce belleza se quedó inmóvil, en su mirada murió todo rastro de vida y sus manos cayeron a ambos lados de su cuerpo como el pliegue del tallo de una rosa al marchitarse.
Paulatinamente me aparté de ella, me tomé unos segundos para serenarme y la observé complacido, satisfecho, mientras lo que quedaba de ella se deslizaba hasta el suelo. Su expresión encuadraba la perfecta representación de quien se desespera por el horror.
Ya de madrugada y frente a la ventana de mi dormitorio, mi aliento enteló el cristal al mismo tiempo que unos copos de nieve se arroyaron al vacío. La pálida bendición cubrió por completo los jardines y los porches de aquella encantadora urbanización, incluyendo aquellos rincones que mis botas pisaron.
Esa fue la primera vez, la primera noche… que mi corazón palpitó clamando, en silencio: ¡vida!"


PD: es terrible estar en época de exámenes; una no tiene tiempo de escribir.

martes, 4 de junio de 2013

"Lira lire"


Estás loca; estás como una cabra.


Me paso la vida intentando definir, mediante todos los medios posibles, si sufro de locura. En más de una ocasión he creído que deliraba, que la cabeza se embotaba o que, simplemente, todo se quedaba en silencio, un silencio sobrecogedor que me atacaba los nervios.
He visto locos que gritan, que te siguen, que te controlan, que te vigilan y que incluso te cantan. En algunos he visto la histeria y en otros un sufrimiento tan infinito que era posible asemejarlo al caos. En algún que otro momento he pensado: ¿Dónde van los locos como yo?
He encontrado el placer y la satisfacción más retorcida en los versos de los Malditos, he contado las veces que he disfrutado con el carmín y, aun así, asqueada, lo he evitado siempre. Pero siempre me he movido mejor entre los que deliran, los que pierden la noción de la razón y los que no se dejan llevar por una cordura insana. No debe afirmarse que no aprecio, no tolero o no me relaciono con los mundanos pero sí que, desde luego, cuando lo hago, añoro la disociación que me avoca las cabezas rotas.
He encontrado belleza y vida en la sangre que gotea de un cuchillo, en los balbuceos que murmura un alma rota, entre las curvas por las que ondea la cola de un gato negro, en lo que grita una mirada, en la apatía que golpea con fuerza la cabeza, en lo vacío que resulta un corazón al partirse en dos.
Las disfruto. Disfruto de esas cosas, pero las odio, también las rehuyo con toda mi alma. Quiero pensar que quizá lo que hago es embellecer el horror, demostrar que hasta en el pedacito más hondo del infierno existe un resquicio de arte para azotar la sensibilidad del mundo.
Sí, sí, realmente lo creo... creo que deberíamos azotarla, golpearla, zarandearla hasta que se despierte del estado catatónico en el que se encuentra. Desearía sumir al mundo entero en un estado entero de sinestesia y que la conciencia se zambullera en la locura y disfrutara de ella, que la aceptara como la parte más necesaria para valorar la razón.
He simpatizado con Dalí, llorado con Poe, maldecido con Baudelaire, delirado con Caravaggio, probado un cuchillo como Gentileschi, andado por la autodestrucción como débil símil de Van Gogh, criticado intentando alcanzar a Larra, filosofado de monstruos con Nietzsche, he gritado con Munch...
Adoro a los locos.
Han contribuido más a despertar las cuencas vacías del mundo más que cualquier otro revolucionario: han hecho emerger más pasiones y más odios turbios que cualquier amante, han azotado el pensamiento estancado de todas las sociedades y enturbiado más éticas hipócritas que el mejor de los moralistas.
Fueron tachados de locos para renacer como genios una vez muertos. Fueron extraños, llamados raros. El tiempo y sus aptitudes los volvieron especiales, unos sujetos que sumergidos en su originalidad alcanzaron la genialidad. Aspiraron a genios y ellos, a la larga, resultaron algo extraordinario. Y lo extraordinario, ya se sabe, resulta inmortal.
Son, en definitiva, lira lire.
Los adoro, adoro a los locos.


Gracias, no sabes cuánto.

"Nací insano, con grandes momentos de cordura horrible."
Edgar Allan Poe