SafeCreative

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lunes, 28 de noviembre de 2011

Cuervo


Hoy mi mente me ha jugado una mala pasada... Parece no tener final.
Durante todo el día tan sólo he visto cuervos, pajarracos grandes y negros que no dejaban de chillar. Me pitaban los oídos, picoteando ese caparazón que siempre llevo conmigo y que en momentos como éste parece servir tan poco.
Hoy, después de tanto, no puedo respirar.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Nuestro goce



Ese mar inmenso,
ese mundo de tus labios
ese rastro imborrable en mi boca
cuadro de mis vicios.

Atrapar ese labio tembloroso
Congelar nuestras manos
Embotellar esa dulce incitación.

Un poema de ese beso,
mi heroína tu fricción,
es perfume destilado
que impregna adicción.

Condensar ese aroma ebrio
al servirlo en mi copa
y apenarme al expirarlo.

Tus ojos al despertar,
esa mirada brumosa de hiel,
ese rastro en el lecho
y el suave tacto de tu piel.

Despertarte al sol de la Luna,
soñarte al dictamen del Sol.
Enamorarme a nuestro goce.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Marca de Caín: ira



Nadie sabe, en realidad, cómo de hondo, el odio puede llegar a pudrirte el corazón.
... Ya he vivido esta sensación antes.
Es ese momento en el que tú, sólo tú, puede ver esa esfera abierta en el corazón, como la huella que puede dejarte una bala al dispararla contra tu pecho. Yo la llamo la Marca de Caín. En ocasiones es especialmente pequeña, en otras más grande y a veces toma formas extrañas: esferas, cuadrados o, simplemente, círculos de bordes serrados.
Produce una sensación de oscuridad muy grande, muy profunda. En esos momentos me cuesta vislumbrar la luz al final de la senda, creer en esa esperanza que muchos dicen poder hallar mientras caminamos, pensar en... tal vez, una buena o positiva visión de futuro.
Es como ver que has adoptado una postura nihilista negativa de vida a la que te entregas con toda la fe que puedes albergar, te abrazas a ello ciegamente, con los brazos abiertos.
Es parecido a amar el odio, la ira, quererlos y aceptarlos; saber que corren por tus venas más espesos que la sangre.
No obstante, lo más horripilante de todo es que nadie, a excepción de muy poca gente, es consciente de cuánto puede destruirte o mutilarte. Es como aceptar que la mordedura de una serpiente y la ponzoña que ésta te regala forma parte de tu existencia.
Es aceptar el veneno y, más grave aún, su agonía. Es aceptar a Caín, es abrazar a Lilith, es aferrarte a la mano que te tiende el Diablo.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cuéntame bella dama


Cuéntame, bella dama
tu papel de viuda negra,
cómo es tu picadura,
ese escozor que dejas.

Cuéntame, mancha del fracaso,
esas cazas de piel salvaje
que resultan ser siempre sapos:
presagios de terribles finales.


Cuéntame, brisa pobre,
qué es lo que adorna tu cara
lo que conjunta con tu escote,
advirtiendo la etiqueta de fulana.

Cuéntame, doncella de pega,

cómo desprecias la amistad,
cómo tus amores la dejan reseca...
¡burlando siempre la lealtad!

Cuéntame, princesa ignorante,
dónde quedó tu propio cariño,
en qué lugar lo arrojaste;
con disfraz mohíno.

¿En qué pobre lugar acabarás?
Los días de tu camino seguirán,
dudando qué pecados absolverás.
¡Qué triste vida te aguardará!

Por favor, no vistas de musa.
No me engañas a mis ojos:
veo en ti a una bruja
y no van a serte piadosos.

Te dedico con ternura
esta ideal dedicatoria,
esta poesía cruda
no muy amatoria.

martes, 15 de noviembre de 2011

Transición


El agua choca contra el cristal
y baila junto a mi paraguas.

Hay en ello una extraña unión brutal,
quizás un ensordecedor compás.

Y a este son la lluvia se estrella contra mí
gritándome mi derecho a ser feliz.

Al percibir en el cuerpo de mi alma...
que dulcemente se avecina la calma.

martes, 8 de noviembre de 2011

Ahí estarás


El tiempo nos mece suavemente
mientras el pasado huye de la mente.

Las palabras podrán sonar crueles
y mientras me apoyarás con creces.

Hoy los ánimos morirán
y aún así tu mano tenderás.

Hoy las hojas pueden perecer,
te negarás a verme caer.

Poco serás capaz de hacer
pero me invitarás a arder.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Ese aroma a lilas



No fue hasta hace un día más o menos que, tras caminar en uno de estos días de tormenta que sacuden Barcelona, que fui consciente de toda la ira que mi interior alberga.

Es como si el mismo dolor no fuera suficiente, como si el daño infligido fuera... demasiado insignificante. El sufrimiento puede hacerse más intenso a la larga, a medida que los días y las semanas pasan. El otoño acrecienta esta sensibilidad, esta herida aún sin cicatrizar. No ayuda, no ayuda en absoluto. No obstante, los días de lluvia como hoy suavizan el dolor, limpian la carroña que el pecho genera.

Estoy llena de ponzoña.

Y lo único que se puede hacer al ser mordida por una serpiente es sacar el veneno. Eso debo hacer: extraer el veneno de mi vida.

De momento no he encontrado otra fórmula para calmar la ira que no sea ingiriendo alguna valeriana o algún tranquilizante para mantener a raya los nervios cuando sospecho que estoy a punto de echar a perder la compostura. Por otra parte, otro método bastante efectivo es volver al campo de tiro y emplear la pistola o sacudir algún saco de boxeo... Lamentablemente, las circunstancias me han negado tales medidas.

Sólo me queda esto: el arte, la creatividad, la escritura, la lluvia y... paradójicamente, la gente.

Hoy alguien me ha regalado un perfume, uno que huele a lilas. Es uno de esos aromas que, más que un perfume personal, es para aromatizar la casa. A simple vista puede parecer un regalo triste o tal vez poco importante pero personalmente me ha encantado.

Al llegar a casa he rociado el salón, el dormitorio principal y mi cuarto. He dejado que el perfume se expandiera por las cortinas, las sábanas, los cojines, mi escritorio, mis libros... En pocos segundos el aroma ha invadido el espacio por completo y he respirado hondo.

En pocos segundos me he sentido más tranquila, transportada en otra dirección. Me he visto lejos de la ciudad, rehuyendo del humo y del óxido. A mi alrededor no se encontraba la habitual superficialidad y los mares de gente que me ahogan y me oprimen... ni quedaban los rastros de los ruidos más molestos, como los claxons de los coches o el sonido de unas obras a la vuelta de la esquina.

Había silencio...
... silencio y viento, tan sólo viento.

Los árboles se levantaban majestuosos por encima de mi cabeza y más allá, un sol marcaba el principio del día y las nubes, en primer instancia tan bonitas cuando amenazan tormenta; se habían alejado hacia algún paraje desconocido. Las hojas se mecían en plena tranquilidad a la vez que el viento les cantaba y les susurraba palabras dulces. Sentí la tierra bajo mis piernas y mi cuerpo, tendida en aquel campo abierto, perdido en medio de la nada.

Un cosquilleo en los pies y en las mejillas me despertó de mi ensoñación y al abrir los ojos a mi alrededor hallé unas flores diminutas, de color lavanda o morado, esparcidas por aquellos parajes tan limpios. Se balanceaban con gracia y con cada elegante brisa su perfume se levantó y voló. Flotó en el ambiente y pronto éste quedó lleno de ese aroma dulce, tanto en la naturaleza como en mis pulmones.

La rabia pareció desaparecer, la ira dejó paso a la paz y mi mente se quedó en blanco. Tan sólo imaginé lilas, lilas por todas partes. Unas bailaban, a otras les daba el sol, a las terceras se las vestían con ramos, a unas cuantas las proyecté sobre un lienzo y al resto las vislumbré cayendo del cielo y bañando la tierra con su morado, su perfume y su calma.


Y en un segundo, tan sólo en uno... hallé lo que hace meses hubiera vendido todo el oro del mundo: tan sólo... paz.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Atracción por la lluvia


Mientras iba en el coche, al volver del aeropuerto para casa, me coloqué los auriculares y, como siempre, me aislé en mi mundo escuchando la música con el volumen al máximo.
[...]
Mientras el asfalto se iba quedando atrás yo disfrutaba del cielo, encapotado, repleto de nubes negrasm turbio, amenazando una tormenta inminente. Cuántas más nubes veía más quería que lloviera. Por eso miraba constantemente hacia atrás, donde los coches que nos seguían a la cola no me llamaban para nada la atención. Únicamente miraba en su dirección porque ahí estaban las nubes más azabaches, más grises... de un gran tamaño.
No obstante, si miraba hacia adelante, en dirección a casa; veía que las nubes grises ya perdían fuerza y su blancura empezaba a surgir de nuevo. El cielo volvía a clarear. Y no quería.
Deseaba que lloviera, que tronara, que los relámpagos fueran la única luz que iluminara el firmamento.
Puede que sonara extraño pero me sentía mucho más cómoda si llovía, aunque desconocía por qué razón. A veces creo que es porque me gusta muchísimo el agua, por el hecho de sentirme un poco pez. Otras opino que es porque cuando mundo se envuelve por la lluvia las preocupaciones que puedo llegar a tener en la cabeza son capaces de pasar desapercibidas y nadie logra verlas. Es como si aunque quisiera llorar un día de lluvia no pasaría nada malo, nadie peguntaría; porque nadie sería capaz de distinguir el agua salada de la dulce que cae.
El coche continuaba avanzando y en una curva en la autopista, el vehículo quedó de tal modo que el cielo nublado quedó a mi izquierda y a mi derecha el firmamento ya claro, limpio, con el añil empezando a asomar entre las nubes.
Me sentía inclinada a acercarme a la izquierda, en dirección a los montes y a las montañas; donde ahí el tiempo era tan impredecible que las probabilidades de lluvia aumentaban.
Me llené de ilusión cuando vislumbré que en un momento determinado el cielo chispeó pero llegué a decepcionare enormemente al ser consciente de que al poco tiempo las horas dejaron de estrellarse contra el cristal de la puerta trasera.
Sólo fue a la mañana siguiente, cuando el día pasó de sus veinte y cuatro horas acompañado por la lluvia. Tronó, tembló y el agua inundó las calles. El viento se intensificó y era frío, cortante.
Fue maravilloso.
A la noche, la mejora hora, a los pies de mi ventana me dediqué a saborear el aroma a lluvia y a humedad, el olor a limpio. Me gustaba pensar que el agua que corría por la calle arrastraba cualquier indicio de malicia, así como las sombras que no me dejaban pensar con claridad. Las gotas de lluvia me traen una calma inmediata y el aroma a humedad me hace sentir el espíritu... limpio.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Una buena atmósfera


En más de una ocasión las clases no son de mi gusto. En algunas me da pereza actuar, en otras los deberes se me han olvidado y están las que la materia es tan poco motivante que me dedico a otras cosas por las que me muestro más perceptiva; como dibujar o escribir.
No obstante, dejando de lado el campo de los estudios, donde prefiero no evaluarme por temor a la autocrítica; cuando salgo de las aulas me encuentro con algo mucho más agradable que lo que puedo hallar en casa o en la gran cantidad de pupitres en los que me paro a sentar.
Primero me topo con un pájaro, una joven menuda de pelo corto y azabache que siempre sonríe, con un aire distraído que en el fondo envidio. Hay un chico algo mayor de pelo largo y negro, semejante al Sombrerero loco de Alicia en el País de las maravillas. No bebe té, pero sí posee un gusto peculiar por el fuego y la cremación. Luego aparecen dos chicas también mayores, de la veintena, que parecen sacadas de la época de la reina Victoria en Inglaterra, muy risueñas. Y por último se añaden dos jóvenes más, unas chicas, una de pelo negro y rojo muy directa y franca y otra de tierras lejanas; del pelo del color apagado de las cerezas.
Al volver de camino a casa encuentro un vacío de lo más tranquilo pero igualmente monótono. En cambio, bajo ese castaño que apunta la hora libre entre clases, la tranquilidad que hallo es mucho más apetecible. Me siento como dentro de un libro, con grandes personajes y donde, por fin, tras mucho tiempo; me siento como en casa.
Puedo desaparecer y estar presente sin molestia, sin grandes preguntas ni hastiosas indiferencias.
Bajo la sombra de ese árbol, acompañada de esos ilustres individuos vislumbro la serenidad y también la vida; como si llueve, nieva o hace sol.
En pocas palabras... encuentro el arte.

martes, 1 de noviembre de 2011

Al llegar el otoño


El otoño, según el calendario, empieza el 22 o el 23 de septiembre. El sol empieza a desaparecer y las nubes, antes tan limpias, se tintan de grises oscuros. Tras eso, las temperaturas empiezan a descender y se mantienen alrededor de los 10 ºC o un poco más, tan sólo. El viento se vuelve más denso y más cortante, el frío transporta el inicio del resfriado común y las lluvias, antes fenómeno sobrenatural, se vuelven algo común. Incluso los árboles, que en su momento lucieron unas hojas verdes y frondosas, con una sombra cogedora; perecen ante el tiempo poco cálido.
Todos esos fenómenos parecen advertir la llegada del otoño...
... sin embargo para mí no.
Yo no caigo en que el otoño ha llegado hasta que no brota con todo su esplendor. Cuando reparo en mi calzado lo veo esparcido en un mar de hojas caídas, un caos repleto de naranjas, rojos apagados, marrones y verdes difuntos. Al vislumbrar el cielo lo descubro en compañía de nubarrones amenazantes sin avisar de su llegada, a pocos minutos que la lluvia se avecine sobre mi cabeza y la de las gentes. Céfiro me corta la garganta y en su lugar deja un desagradable resfriado sin que ninguna bufanda pueda detener su paso. Al pasear entre mis calles a las cinco de la tarde presencio cómo el sol ya se despide y en su lugar sólo cae la noche, como si únicamente fuera medianoche y yo pereciera en una aldea fantasma.
No obstante, no son los factores externos los que me preparan para la llegada de una nueva estación, sino otros indicios más significativos.
El cuerpo empieza a pesarme, mi ánimo se vuelve apático y melancólico, el cansancio me invita a dormir y mi estómago se torna vacío. Ansío la soledad como lo más preciado, el roce humano me parece de lo más molesto. Únicamente deseo caminar y caminar sin parar, a pesar de que una somnolencia terrible entumezca cada fibra de mi cuerpo hasta hacerme caer. Un impulso me invita a buscar un lugar desconocido, abandonado, poco habitado y, sobretodo, tranquilo. Los bosques me atraen como una polilla hacia la luz y las bibliotecas se me ofrecen como una tentación muy dulce que, sin remedio, me obligan a andar y explorarlas.
La cama, de repente, me parece el lugar más acogedor de la tierra y el pasado, siempre tan a raya, me alcanza más rápido que la caída de una hoja. Repaso cada segundo, cada acción, cada recuerdo ya guardado en una caja de forma cuidadosa que, de repente, a la llegada del otoño se abre de forma misteriosa sin mi permiso. Es odioso.
La gente me habla, me pregunta, me critica o me juzga, pero todo carece de importancia y de sentido ante tanta tranquilidad y relajación... ante tanto vacío de sonidos.
Cuando eso sucede, me encierro en casa a cal y canto y busco como alma que lleva el diablo láminas, pinturas y; sobretodo, hojas, piñas, piedras o flores marchitas que he recogido del bosque o alguna zona arbolada en la que me he dejado caer. Y mi mente empieza a volar.
El pincel persigue el color, la hoja se mancha sin remedio y los dibujos adoptan algún tipo de forma premeditada en mi cabeza.
Entonces, cuando creo que nadie mira o me descubre, echo a correr. Mis piernas de mueven hasta creer que vuelan, hasta pensar que lograrán levantarse del suelo sin esforzarse. Quien me ve piensa quizá que estaré llegando tarde a algún sitio, que puede que haga ejercicio... pero lo que no saben es que, cuando corro, no sólo disfruto del viento en mi cara; sino que huyo.
Huyo, huyo, huyo y huyo sin parar, sin dedicarme a observar a mis espaldas qué puede ocurrir... Sólo porque el mundo parece quedarse atrás sin remedio, sin conseguir cazarme y quedarse junto a mí. El pasado se queda rezagado, incapaz de seguir mis pasos y mi ritmo porque quiero creer que puedo volar. Si llueve no importa: continuaré aligerando el paso sin remedio con un paraguas sobre mi cabeza y que vaya a juego con los ropajes de los árboles. Tanto me enamoran sus colores que donde antes estuvo el azul, el negro, los grises, el blanco ahora lo ocupan los naranjas, los verdes corrompidos, los rojos tenues, los marrones... Busco esa calidez que rehúso de encontrar en brazos humanos, en brillos vivos.
Finalmente echo a andar, sofocada, rehuyendo lo artificial en busca de lo natural y disfrutando cada segundo de la lluvia, el viento, el silencio y el vacío que el otoño me brinda.