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martes, 1 de noviembre de 2011

Al llegar el otoño


El otoño, según el calendario, empieza el 22 o el 23 de septiembre. El sol empieza a desaparecer y las nubes, antes tan limpias, se tintan de grises oscuros. Tras eso, las temperaturas empiezan a descender y se mantienen alrededor de los 10 ºC o un poco más, tan sólo. El viento se vuelve más denso y más cortante, el frío transporta el inicio del resfriado común y las lluvias, antes fenómeno sobrenatural, se vuelven algo común. Incluso los árboles, que en su momento lucieron unas hojas verdes y frondosas, con una sombra cogedora; perecen ante el tiempo poco cálido.
Todos esos fenómenos parecen advertir la llegada del otoño...
... sin embargo para mí no.
Yo no caigo en que el otoño ha llegado hasta que no brota con todo su esplendor. Cuando reparo en mi calzado lo veo esparcido en un mar de hojas caídas, un caos repleto de naranjas, rojos apagados, marrones y verdes difuntos. Al vislumbrar el cielo lo descubro en compañía de nubarrones amenazantes sin avisar de su llegada, a pocos minutos que la lluvia se avecine sobre mi cabeza y la de las gentes. Céfiro me corta la garganta y en su lugar deja un desagradable resfriado sin que ninguna bufanda pueda detener su paso. Al pasear entre mis calles a las cinco de la tarde presencio cómo el sol ya se despide y en su lugar sólo cae la noche, como si únicamente fuera medianoche y yo pereciera en una aldea fantasma.
No obstante, no son los factores externos los que me preparan para la llegada de una nueva estación, sino otros indicios más significativos.
El cuerpo empieza a pesarme, mi ánimo se vuelve apático y melancólico, el cansancio me invita a dormir y mi estómago se torna vacío. Ansío la soledad como lo más preciado, el roce humano me parece de lo más molesto. Únicamente deseo caminar y caminar sin parar, a pesar de que una somnolencia terrible entumezca cada fibra de mi cuerpo hasta hacerme caer. Un impulso me invita a buscar un lugar desconocido, abandonado, poco habitado y, sobretodo, tranquilo. Los bosques me atraen como una polilla hacia la luz y las bibliotecas se me ofrecen como una tentación muy dulce que, sin remedio, me obligan a andar y explorarlas.
La cama, de repente, me parece el lugar más acogedor de la tierra y el pasado, siempre tan a raya, me alcanza más rápido que la caída de una hoja. Repaso cada segundo, cada acción, cada recuerdo ya guardado en una caja de forma cuidadosa que, de repente, a la llegada del otoño se abre de forma misteriosa sin mi permiso. Es odioso.
La gente me habla, me pregunta, me critica o me juzga, pero todo carece de importancia y de sentido ante tanta tranquilidad y relajación... ante tanto vacío de sonidos.
Cuando eso sucede, me encierro en casa a cal y canto y busco como alma que lleva el diablo láminas, pinturas y; sobretodo, hojas, piñas, piedras o flores marchitas que he recogido del bosque o alguna zona arbolada en la que me he dejado caer. Y mi mente empieza a volar.
El pincel persigue el color, la hoja se mancha sin remedio y los dibujos adoptan algún tipo de forma premeditada en mi cabeza.
Entonces, cuando creo que nadie mira o me descubre, echo a correr. Mis piernas de mueven hasta creer que vuelan, hasta pensar que lograrán levantarse del suelo sin esforzarse. Quien me ve piensa quizá que estaré llegando tarde a algún sitio, que puede que haga ejercicio... pero lo que no saben es que, cuando corro, no sólo disfruto del viento en mi cara; sino que huyo.
Huyo, huyo, huyo y huyo sin parar, sin dedicarme a observar a mis espaldas qué puede ocurrir... Sólo porque el mundo parece quedarse atrás sin remedio, sin conseguir cazarme y quedarse junto a mí. El pasado se queda rezagado, incapaz de seguir mis pasos y mi ritmo porque quiero creer que puedo volar. Si llueve no importa: continuaré aligerando el paso sin remedio con un paraguas sobre mi cabeza y que vaya a juego con los ropajes de los árboles. Tanto me enamoran sus colores que donde antes estuvo el azul, el negro, los grises, el blanco ahora lo ocupan los naranjas, los verdes corrompidos, los rojos tenues, los marrones... Busco esa calidez que rehúso de encontrar en brazos humanos, en brillos vivos.
Finalmente echo a andar, sofocada, rehuyendo lo artificial en busca de lo natural y disfrutando cada segundo de la lluvia, el viento, el silencio y el vacío que el otoño me brinda.

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