Las estaciones pasan y con ellas los recuerdos, los alientos que poblaron la tierra y las pisadas que una vez fueron originales de los hombres.
Aquel año... el verano me dejó un sabor amargo en la boca, el otoño me provocó una apatía sobrenatural, el invierno permitió que la lluvia se me calara en el cuerpo y, finalmente, la primavera me gritó cruelmente al oído que el tiempo no se detenía cuando yo sí lo había hecho: la gente moría, nuevas vidas nacían, los espíritus crecían y las emociones seguían mutando.
Sangrando me preguntaba al mirar al cielo si alguien me vería quieta, inmóvil, muerta en vida en la acera. ¿Alguien repararía en cómo me sangraba el pecho? ¿Se fijarían en cómo temblaba mi sonrisa? ¿Se preguntarían si el vacío de mi mirada sería tan oscuro como parecía?
Cada risa, cada mirada, cada aleteo de un pájaro, cada beso, cada caricia, cada llamarada, cara brisa de aire, cada flor, cada coche que pasaba, cada grito, cada... vida que se perdía ante mis ojos me mostraba la verdad a gritos: él se había ido.
Yo seguía viva, él no. Yo respiraba, él no quiso. Yo pisaba el suelo, él había decidido burlarlo. Yo aparté el cuchillo, él prefirió saltar.
Y entre la masa de humanidad que me rodeaba me pregunté si sería capaz de parar el tiempo y conservar el dolor, sentirlo hondo y no olvidarlo. Lo conservaría como la prueba de su existencia. Sería tan valioso como cada sonrisa, cada palabra amable y cada mirada animada que me dedicó en vida; cuando no me soltaba de la mano y, sin embargo, optó por soltar la suya propia.
Me hice una promesa: reiría, cantaría, hablaría, sonreiría y viviría cada día de mi vida como una condena eterna de felicidad frustrada. Así el mundo se detendría a mis ojos sin que nadie lo advirtiera... Demostrar que, si yo parecía viva, él no parecería estar muerto.
Ellos lloraban abiertamente su ida, su decisión y adiós al mundo en el que él había sido amado, crecido y criado. Tras las máscaras rotas, el dolor de la despedida y la ventana abierta me juré que jamás volvería a derramar una sola lágrima frente a ellos. Si nadie era fuerte, ¿quién lo sería?
Yo debía callar, escuchar y animar aunque nadie me levantara a mí. Yo sería la fuerte, nunca más la débil.
"La debilidad es un lujo que no puedo permitirme."
Allí empezó mi vida: un frustre del mejor teatro jamás contado que, en el fondo, no son más que unas memorias de una alma poco humana. Tal vez, sólo un poco quizás... una pequeña parte de las crónicas de una misántropa escarchada.
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