Hacía poco que había dejado de llover. Los nubarrones seguían en lo alto del cielo, recordando la presencia de la lluvia que habían dejado caer sobre la ciudad y las montañas, allí donde todavía se respiraba limpieza en el aire y en la tierra.
En lo más alto de una montaña, donde el aire era tan nítido y puro que hasta podías ahogarte con él al aspirarlo, dos jóvenes estaban estiradas en la hierba. Cada una de ella mantenía la mirada perdida en un mundo distinto. En uno la tierra helada creaba glaciares y escarchaba las flores, todavía sin morir, congeladas en el tiempo con cada copo de nieve que caía. Y, en el otro, el mundo se tintaba de una brisa bohemia que inspiraba el alma, servía a los instintos y los sentimientos estaban a la orden del día.
La más joven de las chicas se apoyaba sobre sus codos en el césped y dirigía sus ojos borgoña entre ellos, centrándose en la lectura de Cumbres borrascosas. Con una sonrisa pícara se deleitaba con el sustento que lograba entre esas páginas, tintadas de sentimientos tan intensos como la pasión, la ira, el rencor y la tristeza llevada a la muerte. A sus pies, alzados en dirección al cielo, se encontraba la otra muchacha, mirando al cielo sin ver nada en realidad, jugueteando sin ser consciente con el crisantemo escarchado que sus pálidos dedos sostenían en un día de verano.
Ambas llevaban un vestido de gasa blanca que la brisa ondeaba suavemente, casi con cariño. La fogosa cabellera de Cath se levantaba por encima de sus hombros en dirección al cielo, como si quisiera tocar la libertad que rozaba las nubes. Más de una vez el viento intentó llevarse volando las páginas del libro que leía, pero con un susurro ella le pidió intimidad. Céfiro fue a jugar entre los mechones azabaches de Lea, al otro lado; alzándolos tímidamente de la brizna de hierba que aplastaban.
Con un ligero movimiento de manos, Cath cerró de un sonoro golpe el libro. Lo puso bajo su pecho para que el viento no se lo llevara. Hoy en día, Céfiro era un ser caprichoso.
La joven se volvió hacia Lea, quien seguía observando embelesada el crisantemo helado, tan hermoso como la caída de las hojas otoñales. La pelirroja observó esa flor eternamente fría con los ojos en blanco.
-¿Por qué te has traído eso ahí?- señaló la flor.
La morena echó un vistazo rápido a su compañera pero pronto la dejó estar.
-Me gusta mirarla, es bonita.
-No lo es, es fría y muerta.
-No, no está muerta... Su belleza será eterna. ¿No te parece perfecta en el tiempo mientras éste siempre cambia, siempre muta?- insinuó Lea.
-La vida precisamente es bella porque únicamente dura un instante.
Lea optó por ignorar cada una de las palabras de Cath y siguió deleitándose con cada estrella helada que recorría los pétalos del crisantemo.
-¿Y tú con ese libro? ¿Qué me dices?
-¿Qué quieres decir?- inquirió Cath.
-Tanto sentimiento y emoción entrelazada resulta abrumador, ¿no te parece?
Cath rompió en sonoras carcajadas, aplastando un poco más la tapa dura del libro con su pecho en cada convulsión.
-Vivo de ello, cielo. Si no fuera así moriría.
La crueldad y el cinismo asomaron a los labios de Lea, a la vez que observaba su flor.
-Probémoslo entonces- tendió el crisantemo a Cath-. ¿Morirás si tocas algo muerto, algo helado, algo... frío?
Con una mirada cargada de serenidad y paz, algo inusual en aquella criatura indómita, Cath extendió la mano y tomó la flor por su tallo. Al principio no ocurrió nada pero en unos segundos apenas, la flor tembló y cada uno de los cristales helados que la rodeaba empezaron a deshacerse lentamente pero sin pausa alguna. En unos instantes, como si la flor hubiera tocado el mismísimo sol, el hielo y el frío desaparecieron como si jamás hubieran tenido lugar en el mundo. Fue entonces cuando la flor acabó de florecer y sus tallos se abrieron más que nunca.
Lea abrió los ojos sorprendida y Cath sonrió con arrogancia, como si supiera exactamente lo que pasaría antes que ella. La pelirroja se sentó en el césped apoyándose con el brazo derecho, dejando a un lado su libro y quedando cada a cara con la morena.
-¿Ves? ¿No es más hermosa ahora?
-Pero morirá...- musitó Lea.
-Es lo que debe hacer. Si no, no aparecería otra igual de hermosa que ésta... o más.
-Eres demasiado simple.
-Y tú muy caprichosa- contraatacó Cath.
Con un inesperado soplo de aire el libro a espaldas de Cath se abrió, las páginas corrieron alocadas entre ellas y finalmente la brisa alzó el libro por encima de sus cabezas, haciendo volar el volumen más allá del cielo, de la tierra y del mundo habitado por los hombres.
Sin media palabra, Lea dijo:
-¿Ves? Eso te pasa por descuidada y confiada.
-Quién no arriesga no gana, Lea. Es por eso que tu existencia siempre ha sido limitada.
-Y la tuya un cúmulo de errores.
-De los cuales he aprendido- finalizó Cath, sonriente.
Se quedaron en silencio unos minutos, con el único sonido de fondo que el de los suspiros del viento, quien alzaba y jugueteaba con sus cabelleras con ahínco. Eran como dos llamas de dos mundos alzándose entre la calidez del verano y el verde la naturaleza: fuego y hielo, destinados a enfrentarse.
-Nos enfrentamos mutuamente...- susurró Lea.
-... pero sin que ninguna de nosotras dos gane.
El viento, de repente, cesó.
-Porque sabemos que...
-... el día que una gane, la otra morirá.
En un segundo el viento levantó un remolino de hierba alrededor de las dos jóvenes, meciendo salvajemente su pelo y sus vestidos al compás de una melodía desconocida; tocada por pianos, voces de coro y susurros de brisas de verano.