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domingo, 1 de noviembre de 2015

Mi pájaro cantor

¿Qué se siente al ir a terapia?, me preguntaron. Recordé.

Me senté en aquella impoluta y cómoda silla de Ikea hace tres años. En aquel asiento lloré, grité, tropecé, me hundí, me levanté, reí, callé, respondí, mentí, me herí, me curé a ratos y, no menos importante, me descubrí, me acepté y me sané.
Todavía hoy lo sigo haciendo.

Mi terapeuta es una mujer de tamaño medio, emplumado cabello rubio de destellos rojos y ojos grandes y hondos. Sonríe siempre, sus perlas acompañan incluso sus suspiros cansados. Pisa con fuerza, pasa dejando huella. Cuando pienso en ella, me viene a la cabeza un pájaro de plumas cobrizas que canta.
Canta mucho.
-Te lo advierto: estoy aquí para romperte la cabeza y todo en lo que crees.
En estos tres años me ha cantado mis peores verdades sonriendo y entonando mis mejores virtudes riendo. Me ha señalado los demonios y se ha reído de ellos al esclarecer que no son ciertos, ni poderosos, ni siquiera malvados. Me ha obligado a cogerles de la mano y caminar con ellos, abrazarlos y hacerlos propios sin sentirme morir.
-Buena chica.
Ha sido mi guía. Ha sido mi espejo. Ha sido mi refugio. Sé que la relación de profesionalidad, probablemente, haya sido violada hace tiempo y que ha habido cruces más allá de terapeuta y paciente en nuestras charlas pero eso sólo ha servido para hacerme ver más de cerca su humanidad y la capacidad para romper mi enturbiada realidad.
-Si fuera maestra, creo que serías mi mejor alumna.


No sé si lo sabe pero fue ella, sólo ella, ese pájaro cantor, quien me salvó la vida. Y la adoro, la quiero por ello.

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