Tres anocheceres han bastado para ser consciente de que, al distinguir mi reflejo entre lo volátil de mi cabeza, un resplandor rojizo ha crepitado sobre mi hombro. Me ha envuelto en su abrazo y me ha cantado contra el oído.
Me habló de sueños rotos, de buenas nuevas que dolían, de viejas costumbres que se rompían, de aquella vieja cuna en la que moría, de aquellos ojos vacíos que el espejo me devolvía, de la adicción plata a la que rezaba.
Un aleteo ensordecedor me mordisqueaba los nervios.
Era una sirena, mi vieja sirena. Me cantó sonatas rotas, lágrimas sucias, gritos callados bajo cuchillas oxidadas. Me dejé hacer en lo hondo de su mirar oscuro, dejarme caer un poco en las vejadas tradiciones que decidí perder. En las que se fueron, a las que no toleraré volver, a las que descansaron en lo más bajo de un olvidado pozo. Recuerdos de lluvias tristes.
Un sudor frío me congeló.
De una bofetada la aparté de mí y la callé con un beso que supo a olvido, a uno manido. En su lugar deseé aferrarme al murmullo seco de la arena, al abrazo de la espuma que veneraban mis pies, al aturdimiento del coral y a la tela de araña que el sol hilaba flanqueando el agua.
El corazón calló.
No nadé. Me arrastré al precipicio azul. Al silencio, al arrullo que burbujea, a las sombras que mecen pintando una mente opaca
No sé si quiero buscarme, tampoco si quiero encontrarme. Aquí abajo hay tanto silencio, tanta calma. Un vacío turquesa que no quiero perder. Aquí las lluvias no son tristes; rebotan contra ti y te cantan lo mejor que tienen. Aquí es posible fluir, todo pasa. Todo es suavidad, caricia, una pluma encadenada al cuerpo.
Al otro lado, mi sirena me observa sin saber si quiere cazarme, olvidarme o devorarme. Quizá las tres. Quizá ninguna. Tampoco quiero verla, sentirla, combatirla.
Creo, me temo, que de nuevo me olvidé en el mar.
Qué maravilla.
ResponderEliminarLo intento con fuerza para que lo sea así que ¡muchas gracias!
EliminarUn abrazo