El mundo se había vuelto de un azul oscuro penetrante, similar al que acompaña a la luna justo cuando ésta sale apuntando en lo alto del cielo. La esfera plateada se había colocado en el centro, enorme, grandiosa, con destellos grises que recordaban al pelaje de un lobo gris en medio de la nevada que azotaba unas monatñas a lo lejos.
A ambos lados de la luna, a la altura de la tierra, unos montes rocosos avecinaban una serie de acantilados plateados, oscuros, con el azul en cada una de sus grietas. El agua caía entre estas, mediante unas cascadas níveas que jugueteaban con el gris y la palidez confusa de la noche. Y el agua se avecinaba al vacío, intensificando con su espuma y su vapor la aurora plateada que bañaba la noche.
La luna, orgullosa y hermosa, crecía cada vez un poco más hasta alcanzar su punto más álgido; imitando el amanecer y quedándose escondida tras las rocas, las cascadas y los acantilados. Una corona dorada decoraba sus bordes y les confería unas líneas serradas y torcidas, con juncos y puntos de luz que apuntaban hacia todas las direcciones con ardor.
Era el único punto de luz que habitaba en ese lugar pero, aún así, destacaba y se le veía fuerte; terriblemente firme y luminoso.
Agudizando mis ojos, vislumbré entre la oscuridad del azul un pincel tintado de blanco que reseguía las cascadas y las volvía húmedas, poderosas y frescas.
De pronto, la consciencia me obligó a abrir los ojos y yo me desperté sobre mi cama, desorientada. Le eché un vistazo al despertador: marcaban las siete y media de la mañana. Mis ojos resiguieron mi entorno y no descubrí más que mi cuarto, en silencio. Esperaba encontrarme esas cascadas, esa piedra, esa luna y su corona dorada...
Y, por un momento, supe que la plata de la luna, el azul índigo de la noche, el blanco de las cascadas eran mi alma y el dorado era, finalmente; el fin del sufrimiento y la etapa de los cambios.
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