En los territorios de Centroamérica y Norteamérica, así como en la parte oriental de Estados Unidos, se encuentra un ave llamada cardenal norteño que habita en bosques, pantanos y jardines. Se trata de un pájaro cantor de un brillante plumaje rojo en los machos y en matices bermellón y café en las hembras.
Lo que más atrae de esta especie es su canto, que consiste en un sonido alto y claro, en ocasiones suave, cuyo gran objetivo la mayor parte del tiempo es atraer al macho o a la hembra. Canta alto, sin llegar a ser estridente, en muchas ocasiones para lanzar dos mensajes muy claros: delimitar su territorio o atraer al compañero. Tan bien se le da la virtud de su canto, que una de sus mejores capacidades es que es capaz de distinguir a otros cardenales mediante el sonido de su música particular, pues a medida que pasa el tiempo los patrones de sus llamadas evolucionan y cambian en patrón y ritmo.
Se pasan el resto de su vida escuchando cantar a sus compañeros, sus canciones, y entregando, de vuelta, su propia música. Es escuchar una canción hermosa que no tiene fin.
Así es un poco ella, al menos es lo que acude a mi mente cuando la escucho hablar. Cuando habla es como si cantara. Su voz tiene algo de musical, suave pero al mismo tiempo un tono claro que te obliga a escuchar. A atender si su canto delimita el limbo por el que viajan los pensamientos de tu mente o si, por el contrario, está advirtiendo la amenaza que te supones a ti mismo cuando ahondas en la autodestrucción.
Cuando la observo y se me manifiesta la sinestesia automática en la cabeza, un cardenal de deslumbrante plumaje púrpura me inunda las pupilas. Contemplo un pájaro que vuela sorteando otras aves y copas de árbol naciente o a medio quebrar. Y vuelva, y canta, y vuela, y canta... El sol se refleja en sus plumas, rebota contra ellas y la luz dorada se torna un tanto rojiza.
Brilla. Es luz. Luz que canta.
En mi caso, tanta luz y música es bienvenida. Si tuviera que explicarlo con palabras, que es prácticamente lo mejor que humildemente puedo ofrecer, hace cuatro años me volví ciega, sorda y muda. La vida se había convertido en un fundido a negro donde, el único color que me permitía contemplar, era un rojo oscuro que me dañaba las muñecas y me acongojaba la cabeza.
El rojo me ataba a la vida. Eso y el gris que tiene el llanto; y el negro de tinta que tienen las palabras; y el vacío de color que escuchaba cada día en casa cuando gritaban mis padres.
Mi escala cromática de aquella época era triste, seca, limitada y, bien lo sabe ella, dolorosa.
Llegué a aquella consulta con mi música particular pintada de colores tristes y rotos. Era como un cuadro que alguien hubiera tirado o una canción tocada por la armonía rota de un violín. Mi música negra y oscura. Qué extraña era, qué abominable me parecía.
Me senté en una habitación pintada de blanco y me acomodé en un sillón del mismo matiz. La sala olía a vainilla cuando reparé en las velas que adornaban el banquito de madera. Prendió una y atenuó las luces.
La sala se volvió oscura, cierto, pero la luz de que luchaba en la penumbra me calmaba la cabeza y facilitaba que el nudo que vivía en mi garganta se soltara y empezara a llorar.
Llorar.
Sólo eso: llorar. Llorar con la tranquilidad de quien sabe que nadie gritará, que nadie humillará, que nadie juzgará. Llorar con la certeza de que quedará, únicamente, la escucha y, en su caso, una voz que hablando casi roza el canto.
Llorar.
Sólo eso: llorar. Llorar con la tranquilidad de quien sabe que nadie gritará, que nadie humillará, que nadie juzgará. Llorar con la certeza de que quedará, únicamente, la escucha y, en su caso, una voz que hablando casi roza el canto.
Y entonces, cuando callé yo con mi voz rota de violín en negro y rojo, habló ella.
El momento me recordó a esos paseos de infancia que tenía de joven cuando, en el bosque de Esparraguera y en la quietud del sendero, de pronto el silencio se rompía y un pájaro piaba. Miraba al cielo y buscaba pero, lógicamente, no encontraba desde dónde sonaba la música.
Pero allí, en el policromado blanco de la consulta, la música me llegaba con claridad y no debía alzar la cabeza a los árboles o al cielo para descubrir el canto y su autor. De pronto mi cabeza fundida en negro ya no era oscura, los gritos ya no eran las únicas notas que me alcanzaban con claridad. En aquel momento era una voz de suave tono risueño, claro, directo y sincero la que me hablaba con verdad y empatía.
Pasaron los días a ser semanas, las semanas se convirtieron en meses, los meses se volvieron años. Los años en el hoy tan presente ya. Mucha música se ha tocado en aquella consulta con su, siempre eterno, blanco de fondo. Sonidos formados por llantos, por risas, por charlas amenas, por desesperados gritos callados, por silencios que susurraban derrotas, por regocijo de victoria... acabaron mutando en una canción tocada a dos manos.
A veces una canción extraña, a veces triste, a veces feliz, a veces burlona. Pero nueva, auténtica, que rezumaba vida. Algo que, al fin y al cabo, parecía no sentir.
Siempre guardaré con cariño aquellas primeras palabras suyas: Estoy aquí para romperte la cabeza. Todo lo que creas, todo lo que creas cierto, todo lo que pienses que es verdad... Todo, absolutamente, todo, lo romperé.
Gracias por romper la música rota, los colores viejos en negro y rojo, el sufrimiento en cadena. Y gracias de nuevo por continuar haciéndolo todavía al día de hoy cuando tropiezo y sola no puedo.
Quizá te rías al leer estas líneas. Hazlo. Será como escuchar de nuevo el canto del cardenal, que rompe el silencio en notas de destellos cobrizos. Si tuvieras otro cuerpo, en mi mente, serías así: un ave perfilada en intenso rojo y ocre.
Música. Plumas. Color. Gracias, en definitiva, por salvarme con palabras. Sólo estando ahí, escuchando, interrumpiendo, enseñando, mostrando y evidenciando la verdad más clara y también la más oscura. Y más gracias aún por hacer de ello tu profesión.
Tu infinitamente agradecida paciente,
C.
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Imagen extraída de deviantART. Nombre: Red Cardinal watercolor. Autor: excentric.
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