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jueves, 10 de enero de 2013

Aúllan los lobos


Las patas golpean con dureza el asfalto, chapotean sobre el agua encharcada; antes de que ésta perezca en el pobre casco urbano. El beso picoteado de la lluvia cubre las calles en mitad de la tormenta y hace de ellas un riachuelo, una tormenta metalizada que devora y lame, ávida, los portales, los bordillos. Después se avecina hacia las alcantarillas para morir.
En medio de las calles vacías, con la tormenta y el agua cayendo, una figura de pelaje gris corre veloz sin pausa. De hocico plateado y ojos perlados él transita las calles, saltea los árboles ahogados sorteando los bancos. Miradas sin rostro lo observan desde los balcones y ventanas con las persianas bajadas. Lo ven pasar reparando en el movimiento hipnotizante del pelaje de su cola.
El lobo se avecina veloz por la ciudad vacía, sin paraguas ni niños chapoteando en los charcos. Sólo queda la lluvia, la niebla y la humedad matando el aire, sólo eso. Siguen los aullidos, las llamadas que lo instan a correr y a huir hacia un lugar lejano. ¿Montañas, quizá?
Pero él sólo ve la lluvia, el agua avecinándose hacia los iris azabaches de sus ojos salvajes, susurrándole que en el fondo no puede ver, no puede atisbar ni vislumbrar la dichosa, caprichosa verdad de los corazones lejanos.
Porque sí, es cierto: los corazones humanos son como la lluvia. Puede humedecer o chispear para aclarar la visión de sus intenciones pero también puede acabar resultando una tormenta. Una en la que los sentimientos chocan contra el asfalto, se rompen en los riscos de las aceras, les son negadas la entrada en los portales y acaban, finalmente, desechados a la alcantarilla.
Y el lobo los sortea, salta y trepa si es necesario. Mientras él gime, llora y aúlla a las nubes como símbolo de pesar. No quiere pisarlos, no quiere destrozarlos aunque sean tan mutables como el agua... pero no puede hacer nada. Los sentimientos corren, se escapan, le mojan las patas y le gritan muriendo que corra, que corra sin detenerse o si no él también acabará ahogándose. Si no huye se asfixiará, morirá pereciendo lentamente en esa selva de metal.
Bajo la atenta mirada de una farola solitaria, la pobre luz trastabilla, tiembla y, hecha un manojo de nervios, ilumina la carrera del lobo y su pelo mojado, tan pobre y maltrecho como el de un perro callejero. Parece abandonado, dejado, usado y mutilado pero sigue corriendo. Sus garras siguen manejando las calles y las carreteras con la misma fuerza con la que se trabaja la carne cruda: sin piedad, con fiereza. Tiene aspecto de vagabundo pero aun así algo en sus ojos y su porte recuerda a los grandes reyes ya olvidados. Su silueta trazada en la noche y la lluvia recortando su perfil le confiere fiereza, valor y una pizca de franqueza.
La lluvia le hace resbalar, tambalearse y chocar contra la piedra de algún edificio de la capital pero sus ojos, esas dos pupilas densas, no dudan ni vacilan. Pestañean, guiñan a la farola y con un rugido y un nuevo aullido advierten de nuevo su pérdida.
Y él corre, corre, corre y nunca se detiene. Se lanza a la oscuridad, a los charcos de emociones ya muertas, de almas ya olvidadas. Continúa su camino a pesar de todas aquellas voces que, extraviadas en una noche de tormenta, piden ayuda, gritan y le recriminan su travesía.

La lluvia grita, los altos edificios intimidan, las alcantarillas esperan su caída y las cuencas huecas de los habitantes de la capital le incriminan en silencio lo estúpido de sus acciones. Es entonces cuando mi espalda, entumecida por el frío y paralizada por la apatía sienten sus pasos y me doy la vuelta. Sólo tres segundos más tarde descubro sus garras cortando el vacío y su cuerpo burlando la distancia que queda encima de mi cabeza.
Cae al suelo con gesto grácil pero temblando, tal vez con espasmos por la humedad. Parece estar helado, solo y angustiosamente agitado.
El resto de él tiembla pero es su mirada altiva, oscura y forzosa la que me maravilla por no encontrar atisbo de desesperanza. La lluvia sigue cayendo poderosa encima de ambos pero él, decidido, se yergue y con las orejas en alto me da la espalda. De un salto se lanza, de nuevo, a la noche lluviosa de la ciudad gris.
Me despierto ensimismada en mi cama cuando una bofetada mojada golpea mi ventana. El sueño me pesa y los párpados no quieren abrirse pero, aun con el sopor en el cuerpo, comprendo que se trata del agua de esa noche.
Sigue lloviendo.
Subo la persiana, abro la ventana y una oleada húmeda me abofetea la cara. No es hasta más tarde que entiendo que bajo a la calle, sin zapatos y con un escaso pijama que poco hace contra la lluvia.
A lo lejos escucho un aullido; empiezo a correr con la apatía a flor de piel. Y ésta crece, metamorfoseándose en un pelaje gris que cubre mi rostro, el ébano de mis ojos y las cuatro patas que, animales, azotan el asfalto.

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