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domingo, 9 de diciembre de 2012

Escarcha, hielo y cristal



Sólo podía ser en diciembre. Sólo alguien como ella podía haber elegido el inicio del invierno para dormir durante un largo, largo tiempo.

El lugar elegido era un acantilado y el cielo, clareado, presentaba un un sol radiante. no parecía que fuera, en realidad, un día triste.
La roca gris era dura, compacta y aun así rugosa e irregular. Entre sus grietas crecían briznas de hierba, impulsados por la supervivencia, acariciando un rayo de luz al menos. Allí, sin embargo, no había más tierra que esos tallos diminutos de verde; nada de flores. Ningún capullo quería abrir sus brazos al día porque ninguno había nacido allí.
Al pie del acogedor abismo se mecía el mar, que a pesar del buen clima parecía algo inquieto al golpearse contra las duras paredes de esa, a falta de un mejor nombre, isla. La espuma lamía la montaña, el agua se recreaba en sí misma y parecía querer subir, escalar las paredes hasta conseguir tocar lo que en lo alto reposaba.
A unos pasos de lo que sería un hermoso salto reposaba un sarcófago de cristal. En su interior yacía el cuerpo de una joven, inmóvil, con los párpados cerrados y su cabellera peinada en forma de abanico cubriendo sus hombros.
Cath, desde el exterior, observaba el ataúd sin revelar emoción alguna. Lo estudiaba, sin más, fijándose especialmente en la chica de su interior. Lucía un vestido de corte victoriano, escarlata, que le descubría los hombros. Con su pelo al viento una flor de cerezo le adornaba el lado derecho de su rostro por encima de la oreja mientras una diadema de tela azabache le cubría la coronilla. Sus manos, ocultas bajo guantes de encaje negro, abrazaban un ramo de crisantemos blancos.
Dio unos pasos hasta acercarse al cristal, lo rodeó y se quedó frente al rostro de su hermana, quien parecía reposar. De hecho, dormía. Se había sumido en un profundo sopor del que se desconocía si despertaría.
-Tal vez, algún día...
La diablesa colocó el ramo sobre el ataúd y de nuevo posó sus ojos en la joven. Inclinó sus labios al cristal y a pesar del remolino helado que los atacó de pronto, dejó prender un beso en el sarcófago. El halo de su aliento quedó tatuado en el recipiente por poco tiempo, pues de pronto unas grietas de frío helado lo atraparon y lo congelaron. En unos segundos, tal como aparecieron se retiraron y dejaron esa superficie tan helada como lo estaba en su origen.
Cath no supo vaticinar si se trataba de cristal, escarcha o el mismísimo poderoso hielo; envolviendo a su misántropa en un abrazo helado.
De pronto, tal como la escarcha apresó el beso de la pelirroja, fue reptando lentamente hasta el ramo posado sobre el cristal y, en un suspiro, envolvió a las flores en el frío. Los crisantemos se congelaron y en un instante cualquiera fueron de cristal.
-Qué propio de ti.
En un momento el suelo quedó oculto ras una gruesa capa de hielo ártico y el cielo, antes claro y azul, quedó oculto tras unos amenazadores nubarrones de lo más pálidos. Un fuerte viento del norte empezó a soplar. En un minuto o dos el silbido de Céfiro cruzó los oídos de la diablesa. En un abrir y cerrar de ojos unas motas de un puro blanco cayeron del cielo, las cuales empezaron a cubrir el ataúd y la tierra que lo rodeaba.
Todo fue pasto de la escarcha. Todo excepto Cath, quien era el único punto de calor del lugar que se mantenía ahí de pie; orgullosa y altiva.
La nieve lo cubrió todo, los crisantemos echaron raíces y sus tallos, cristal y escarcha puros; aprisionaron al sarcófago en miles de espinas translúcidas, protegiendo el interior. La hermana de Cath seguía durmiendo plácidamente en su interior, sin moverse, inconsciente al parecer de lo que ocurría en el exterior. Reposaba en una mullida almohada tan pálida como la nieve que caía.
La diablesa echó un último vistazo al sarcófago antes de darle la espalda a su amiga y hermana. Se llevó los dedos de la mano derecha a sus labios para separarlos suavemente después, lanzando un nuevo beso al sarcófago. Esta vez éste fue a parar a la frente de la joven morena, encima del cristal.
Una llama diminuta prendió, una chispa de escarcha se aproximó a ella y en el momento exacto en que ambas se rozaron Cath escuchó a la perfección cómo una grieta perforaba el cristal. Supo de inmediato, al no sentir la regeneración de la superficie, que aquel beso se quedaría eternamente en el sarcófago. Ninguna escarcha, nevada, granito o viento lo borraría jamás.
Cath desapareció bajo la copa de los árboles.
-Felices sueños, Lea.

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