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lunes, 17 de diciembre de 2012

Ensoñaciones de un suicida


Ojalá el frío partiese mi cuello
y ahogara así los gemidos que intentan salir.
Ojalá pudiera el calor erosionar 
en mis venas para ahogarme en mí mismo,
en la ponzoña y la adrenalina de una muerte repentina.

¿Qué ocurriría si el dolor de mi pecho,
entre tejidos musculares, venas finas
y burbujeos carmesí, explotara?

¿Por qué me encuentro, entre la inmensidad de la eternidad,
siempre cara a cara con el mar? Veo perlas, veo espuma,
tal vez una sirena que exuda vida y marineros de causas perdidas.

¿Qué hago al abismo de este acantilado
recreándome en el vacío bajo mis pies?
¿Me atrae, acaso, ese lecho de agua?

Escucho, en medio de una ensoñación,
¿los latidos en mis oídos? ¿Es mi corazón?
Martillazos, burdos todos. Y la sangre...
mira cómo corre, mira cómo lame la roca y se precipita al mar.

Distingo entre su borgoña el hiel,
oscuro y espeso como el alquitrán,
pesado como el plomo.
Brilla al fulgor de la luna,
como el filo plata de mi cuchilla.

Mis ojos ya no brillan ni pestañean.
El color ha volado, el viento se lo ha llevado
y en su lugar sólo ha dejado suspiros.

Bajo mi cintura palpo el beso helado del cañón
y el tacto rugoso de la culata, sus callos y sus heridas.
Ahí quedan, ahí agonizan las viejas huellas de manos desprendidas.

Céfiro me susurra pero no escucho,
sólo huelo la pólvora y el metal
y el hierro y la sal en mi boca.

A mis pies la piedra se abre,
se cierra y se parte.
Y mi cuerpo, cascarón vacío,
es el estandarte que derrotó vida y conquistó muerte.

En el tobillo una cuerda trenzada
a una roca llamada agonía.
Hace tic-tac, tic-tac, el tiempo que le queda a la vida.
Y mientras, al extremo, la piedra se cuelga,
se mece, se estira, se tensa y peligra.

Hasta que el cuerpo se tira,
el viento lo rasga y se pierde en la nada.
El mar, de sonrisa triste,
lo abraza pero nadie le canta.

Y entonces, al aullido de un trueno
despierto en mi cama empapada,
mojada y con la manta en un rincón abandonada.
Desde mi ventana se avecina tormenta,
un vendaval que trae olor a menta.

Miro mi muñeca, la historia que cuenta y yo,
aletargado, no pienso ni en la hora,
ni en el mundo ni en las voces de esta casa.

Sólo el mar, sólo el mar y nada más.
Sólo lanzarme al mar y, de camino, soñar sin nada más.

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