Érase una vez, en un país muy lejano... vivía un mal príncipe.
Se trataba de un joven arrogante, egoísta y cruel que protegió su reino hasta más allá de sus propios límites. Se manchó las manos batallando en guerras y la sangre que recogió en cada una de ellas inundó lo que le quedaba de corazón hasta que, un día, ya nadie recordó en él al niño inocente y de buen corazón que de pequeño había sido.
Una fría noche de tormenta se presentó en su castillo una anciana moribunda, pidiendo refugio de los rayos y los truenos... y de algo más. Pidió auxilio del terrible ser que la perseguía, algo indescriptible, algo que afirmaba venir del mismísimo infierno.
Abrumados por la ayuda que reclamaban las gentes ante tal bestia, los hombres de su alteza, junto con él, partieron en busca del enemigo de sus tierras hasta encontrarlo en lo más profundo del bosque.
Se estableció un feroz combate entre el príncipe y aquel monstro de ojos borgoña, tintados de la sangre de sus víctimas. Antes de poder propinarle la estacada mortal, el monstruo se llevó con él una parte de la piel del joven, dejándole marcada en la misma una huella de sus dientes y su ferocidad. Desgraciadamente, la bestia escapó entre la bruma del bosque y la protección que conferían la noche y sus manto helado.
Desde entonces, el príncipe empezó a desaparecer de los círculos nobles, abandonó todo contacto con su pueblo y evitó encontrarse a solas con su familia, amigos o servicio. Porque, lo que nadie sospechó hasta que fue muy tarde, fue que durante la noche el príncipe se transformaba en una horrible bestia azabache, que cruzaba los bosques y los campos en busca de una forma de aplacar su ira contra el monstruo que le había bendecido con su misma maldición gracias a esa mordedura.
Jamás volvió a encontrarle, pero con la ayuda de la misma anciana que acudió a las puertas de sus muros de piedra; logró descubrir que únicamente recuperaría su forma humana cuando no olvidara su humanidad y su bonda conociendo el verdadero afecto por otra persona, quien debería aceptarle y quererle por encima de su propia oscuridad.
Con el tiempo, el monarca intentó luchar contra sus impulsos y se esforzó por crear un vínculo con alguien más allá de sus títulos o su poder, pero fue inútil. Todo el mundo huyó al descubrir su oscura naturaleza.
Al pasar los años, comenzó a impacientarse y perdió toda esperanza, alentado exclusivamente por la búsqueda del demonio que lo había arrojado a una vida de tinieblas y soledad. Con ese único deseo en su mente buscó y buscó... sin encontrarlo.
No obstante... ¿sería la venganza la única forma de encontrar la paz a una vida de miserias y tortura?
La venganza no lo liberará de su nueva naturaleza, esa que, los ojos de sus allegados y súbditos no son capaces de atravesar.
ResponderEliminarMucho tiempo a pasado desde la última vez que entré en tu blog. A ver si recupero el tiempo perdido