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domingo, 2 de noviembre de 2014

En aquel entonces sólo hubo penitencia


El pesado telón rojo del confesionario se pegó a la mano con dureza, más como unas esposas podridas de óxido y escasa libertad que un abrazo de pura invitación a la sinceridad.
Cayó tras mi espalda como una losa y se me tragaron aquellas cuatro paredes de fina madera con, a mi derecha, la rejilla que me separaba de mi anónimo confesor. Me senté lo más cómodamente posible en ese claustrofóbico cubil y con la mirada más afilada posible me dirigí a mi compañero, silencioso de sotana negra y alzacuellos a medio caer.
-Ave de él dado de Purísima... Perdóneme padre... porque he pecado.
La voz del clero me llegó rota, asfixiada y con un serio tono de aprensión, quizá porque olía en mi faz un llanto roto, una falta imperdonable tatuada en la piel.
-Sin pecado concebida.
-Últimamente tengo malos pensamientos, padre- confesé echando mi cabeza hacia atrás con los ojos puestos en la oscuridad.
El silencio era turbador. Respirando agitada, me dejé llevar por mi propia fiebre.
-¿Impuros?
Sonreí. Ignoro si tristemente o con la fisonomía propia de los cínicos.
-Nada tan mundano padre. No, nada de eso.
Miré de reojo la rejilla de fina madera, fácilmente rompible y lo suficientemente transparente para distinguir entre lo oscuro la silueta de mi pobre interlocutor.
-No se trata de ese tipo de pensamientos. Creo, me parece..., que es incluso peor.
-¿De qué se trata, hija mía?
Suspiré escondiendo mis manos bajo los muslos, aprisionados bajo todo el peso de mi cuerpo.
-En ocasiones me sorprendo queriendo arrancándome la piel ¿sabe?
No dijo nada.
-Es como un delirio- continué-. Al principio todo surge como una idea, una estúpida invención como abrir la ventana o querer tirar un vaso contra una pared. Porque sí, porque quieres hacerlo. Pero no, no lo haces porque está mal, ¿entiende?
Su rostro asintió con una pasividad que me resultó, secretamente, asqueante. Sentí el impulso de agarrar una navaja, deslizar la hoja por una de las rendijas de la pared y apuñalarle el ojo... la boca tal vez.
Me esforcé por inmovilizar las manos y mantenerme quieta en un intento de imitar los santos que allá fuera me habían juzgado con sus bocas selladas y sus miradas perdidas.
-A veces me despierto en medio de la noche chillando y ahogando mi voz contra la almohada. La última vez creí ahogarme... y no me pareció tan terrible. Más de una vez he querido clavarme las uñas a la espalda y, como si fueran cuchillos, deslizar las manos y arrancar la carne. Me pasa que en un segundo me doy cuenta de que quiero gritar y al siguiente la idea me agota hasta querer dormirme, ¿sabe?
El silencio se aposentó allí. Mi interlocutor no respondió nada.
-El otro día una chica se raspaba la pierna con la hoja de un cuchillo en la televisión y lo hacía de modo automático... No parecía sentir nada. No miraba ni decía nada; sólo se clavaba el cuchillo una y otra vez en el muslo... Tuvieron que llamar a la policía. Parecía loca, dijeron que estaba demente y, cuando la arrestaron, no se resistió. Dejó caer el cuchillo al suelo y caminó como una autómata... todo el mundo la llamó loca... pero yo no. La entendí ¿sabe? ¿Se da cuenta?
Ni una voz.
-Porque yo también, yo también... he querido hacer eso. He sentido ese impulso, llámele capricho si quiere. Y, ¿sabe? Hace ya años que no lo hago. Pero, aun así... a veces, como destellos, como choques de electricidad, he sentido esa chispa... Me ha apetecido hacerlo. Dígame padre, ¿cómo se llaman esos impulsos, esos deseos, que no puedes sacar de tu cabeza...? ¿Es eso un pecado? Debe serlo ¿verdad?
Suspiré, terriblemente cansada. ¿Dormía últimamente o también estaba soñando todo aquello?
Solté una carcajada.
-He consultado la Biblia...- expliqué- Allí ustedes dicen que la muerte de uno mismo, el suicidio, es un pecado... Pero, ¡padre! ¡Créame! ¡Yo no quiero morir! ¡No, no quiero...!
Me había inclinado hacia delante, con mi barbilla saludando en roces a mis rodillas, cubiertas de un tejano desgastado y en costuras deshilachadas.
-Ya no al menos...- musité, insegura de si lo había dicho en voz alta o había sido de nuevo mi cabeza, tomando el control de la realidad.
Mi propia voz me sonó como un sollozo suplicante y de nuevo ahí surgía: ese deseo de mutilar.
-Ya no quiero morir, ya no ansío desaparecer. Pero, entiéndame, a veces es tan duro caminar, sonreír, hablar... respirar. Quiero hacerme daño. Ese es mi pecado. Destruirme, castigarme, aniquilarme- ladeé la cabeza en busca de mi confesor-. ¿Su Dios tiene alguna palabra para llamar... cuando la cabeza quiere morir?
Ni una respiración.
-El otro día iba por la calle y me acordé de la primera vez que quise acuchillarme y lo cumplí. Me vino a la cabeza la sensación que me invadió... Seguro que no, ¡seguro que no puede imaginarlo! Es como si flotaras por un segundo porque cuando te pasas todo el tiempo con dolor... Dolor en la cabeza, el pecho, el corazón, las piernas... La realidad se vuelve una losa de puro plomo que te aplasta la cabeza, la espalda y únicamente lloras. ¡Ah...! Usted jamás podrá imaginar el asco que uno siente hacia sí mismo hasta que experimente esa sensación... Sólo un segundo de eso, sólo un instante. Entonces lo sabrá porque ni se moleste en imaginarlo. Es algo que uno debe vivir para aprender, para conocer, experimentar... Perdone, me distraigo...
Nada, ningún reclamo.
-Me pasa mucho últimamente ¿sabe? Creo que la cabeza me tima. Empieza delirando y luego de repente se calla, me confunde y de repente me despierto sin saber qué decía o qué hacía... Creo que es porque no duermo esto días.
Volví a enderezarme pero cerré los ojos, con la esperanza vaga de no dormirme allí mismo.
-Como decía... Cuando sientes un dolor tan grande y, sobre todo, que no se detiene, necesitas otro que lo suplante. Otro mayor. Es como ocultar un grito con un alarido. Cuando recordé esa sensación me invadió la melancolía... pero ahora ya no hay dolor, tan sólo ira. Me gustaría acuchillar a alguien; cortar un brazo, una pierna, una boca, una cabellera incluso...
Ni una reprimenda, ni el pánico, ni el miedo en el aire.
-Se lo suplico, padre- rogué. No busco ni tan siquiera penitencia, aceptaré gustosa el castigo que me imponga usted o el mundo. Pero respóndame tan sólo una única cosa... ¿Cree que me manda el demonio? ¿Que haré daño al mundo? ¿Que me lo haré a mí?
Me enderecé de golpe, con la fiebre del delirio agitándome la cabeza, escapé de la cabina del confesionario dirigiéndome a la puerta de entrada de mi interlocutor. Agarré decidida la trampilla y tiré de ella.
Tras de ella mi confesor reveló otra figura que yo no me había imaginado. Se trataba de una figura de mujer joven, pelo largo, ojos oscuros, sonrisa pérfida y una sotana negra a la que, paulatinamente, se dedicaba a decorar con tiras rotas que trazaba con una navaja. Me miró fijamente y sonrió todavía más al contrario que mi rostro, que únicamente se contraía en una mueca de estupor.
Me tendió la navaja.
-Cuéntame más, hija mía... Si vienes por el perdón o por una respuesta te has equivocado de casa y de patrón.
Al instante capté el aroma a azufre, carne quemada y llamas en calderas humeantes. A mis oídos llegaron los alaridos de los pecadores y las lenguas de los látigos besando sus espaldas en secos y punzantes chasquidos.
-Aquí tan sólo hallarás penitencia, hija mía. Así que, dime...
La joven imitó mi postura, mi mirada, mis gestos, mi respiración, mi voz y mi dolor mientras me tendía la hoja, brillante y afilada.
- ¿... la querrás besar, bailarla, acariciarla, rozarla con un suspiro...?
Me fallaron las rodillas y caí al suelo, tallada en la rendición. Mi propio reflejo se arrodilló a mi altura y ladeó la cabeza hacia un lado arrastrando los ropajes raídos en un gesto aniñado, personificación de la dulzura misma.
-Dime, alma sin rumbo, ¿cómo de cerca de la muerte quieres estar? 

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