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miércoles, 30 de abril de 2014
Colérica
Las yemas de los pies aplastaban la hierba con dureza, casi como si se tratara de laceraciones cuando un cuchillo se encuentra con el frágil vestido de una lengua en una boca. Sólo que en lugar de desprender sangre, al alzar sus pasos, las piernas levantaban polvo, fuego, ceniza ardiente. Un aroma a pólvora sacudía el aire limpio, viciándolo.
La diablesa despedía chispas con el viento, prendiendo, caldeaba la arbolada. La temperatura subía; el cielo se expandía y pesaba cada vez más mientras que el suelo, antes de dura roca, se tornaba granito muerto.
Cath caminaba decidida y aun así lenta. No como lo hacen los muertos o los apáticos, sino como los que se esfuerzan por contener una ira latente tan potente que, a la mínima provocación, sacudirían el mundo. Era un volcán a punto de explotar, de gritar, de destruir, de zarandear al mundo con las manos de una bruja: bellas pero poco delicadas... Más afiladas que suaves para acariciar.
De pronto, al caminar, abrió por completo las palmas de las manos rozando sus uñas borgoña contra la maleza. La flora empezó a pudrirse, el agua se evaporó y las flores, ya mustias, se rindieron a cabecear al suelo y avecinarse al vacío. La naturaleza moría, se pudría, se consumía quemada, ruda, caótica y confusa.
Al final de la tierra maltrecha se divisaba un acantilado donde la roca todavía se sostenía con la suficiente entereza para no provocar un alud hacia el mar. Quizá se cayera en cuestión de segundos, cuando la grava y las brechas agonizantes de hierba abrazaran el mar escapando del incendio que pronto se desataría.
Y allí, despampanante en su ataúd de cristal, una pálida belleza dormía ignorante de toda catástrofe. Sus manos descansaban sobre su pecho entrelazadas. Vestía un camisón igual de pálido que ella, con el único punto de color oscuro que era su cabello, hondo como la noche. Caída en abanico a su alrededor, por hombros, rostro y almohada de fino hilo. Los labios, pálidamente rosados, parecían más muertos que vivos.
-Lea... Oye, Lea...
La bruja se lanzó sobre el techo de cristal, con las manos acariciando la pantalla traslúcida cuando sus hondas de calor aumentaron de ritmo. Cada oleada de fuego aumentó su intensidad hasta que, sin remedio, el espejo estalló en una lluvia de hielo.
El calor y el helor del féretro se encontraron como amantes despechados de tiempos antiguos, en un torrente fiero. Las dos energías chocaban, se apartaban, se abrazaban de nuevo y volvían a desprenderse. Una lucha de ambivalencias que no parecía tener fin.
-Lea, vida mía...
El susurro de Cath era como veneno. Te rozaba la mejilla primero, luego la lamía, retozaba en ella y la piel respondía con estrellas de nieve como respuesta, en ataque. La ponzoña se colaba por cada uno de los poros de la mujer de hielo y ésta, en igualdad de condiciones, iba reaccionando con contracciones.
Cath se inclinó sobre el rostro de su hermana, quien respiraba en profundos vahos de frío. La bruja lo sintió dentro de sí como el fuego crepitando: un corazón helado palpitando. El aliento chocó con la helada un segundo antes de que sus labios presionaran los del hielo.
¡BOOM!
Los diminutos fragmentos de cristal salieron volando por los aires. Los árboles se mecieron violentamente por culpa del viento que se volvía huracán, el fuego de la tierra salía despedido hacia el cielo mientras la helada, la antigua helada, volvía a poblar el núcleo del mundo.
Los ojos de Lea se abrieron de par en par en un arrebato, con las pupilas negras contraídas envueltas en esferas color miel. Cath, en respuesta, se apartó al tiempo que su compañera se inclinaba a la velocidad del rayo en su féretro.
El vendaval aumentó cuando la mirada concentrada y grave de la bruja se centró en la morena, quien abrió la boca para respirar profundamente antes de que en un instante el hielo explotara y poblara cada rincón del globo de estatuas serradas de cristal, de hielo afilado, de muros de escarcha.
Cuando Lea se irguió, ya viva, el viento redujo su fuerza y su cabello azabache cortó la nada al inclinarse para mirar a su hermana. Cuando de un golpe saltó y sus pies tocaron el suelo, éste palpitó enfurecido.
Una lluvia de granizo azotó la arbolada helada arremolinándose alrededor de la diablesa, acariciándola con la misma dulzura que un látigo al rojo vivo. El cuerpo de Cath, por naturaleza, echó chispas y entre el silbido del viento helado se pareció escuchar el crepitar de una llamarada enfurecida.
Lea, apoyando las mano en el cristal roto y con las manos ya empezando a sangrar al clavarse en él, no hizo muestras de sentir nada ante la mirada atenta, oscura y enajenada de la psicópata pelirroja.
-Cath.
La aludida no respondió. Se quedó ahí, de pie, observando a Lea como si ella fuera el objeto de su furia. De fondo sólo silencio y el huracán tímido, esperando órdenes del hielo, silbando con fuerza.
-Cath.
De nuevo, nada.
Lea tendió las manos en dirección a la súcubo pero, antes de rozarla siquiera, Cath se abalanzó sobre la piel escarchada en un abrazo desesperado. La morena pudo palpar, entonces, el poder de mil soles batallando por salir del cuerpo de su hermana, así como la respiración acelerada que se asemejaba más a la de un animal salvaje enjaulado que a la de un diablo: pausada y controlada.
-Cath, Cath...- dispuso, en un susurro en su oreja, como tendiendo un secreto- Estás colérica.
La pelirroja no dijo ni demostró nada pero el aliento frío de Lea contra su nuca fue, por un segundo, un alivio caído del paraíso, de uno personal. La diablesa entreabrió los labios antes de que su boca se contrajera en una horrorosa mueca de histeria. El grito que brotó de su garganta se tornó agudo, angustioso, afilado y, más tarde, en un alarido parecido al de un basilisco. Las llamaradas ascendieron reptando hacia el cielo, oculto tras nubes de tormenta.
Lea musitó, divertida y burlona, aunque un tanto apenada... antes de abrazarla:
-Dime Cath... ¿otra vez los lobos?
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Al escribir con tantos detalles siempre consigues que me lo imagine, y con escenas tan dantescas como esta mola mucho hacerlo.
ResponderEliminarUn abrazo!