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jueves, 5 de abril de 2012
La Marca de Caín
Hace ya unas semanas estuve siendo partícipe de una serie de las que dentro de poco acabarán. En la última escena de la película una mujer muy elegante y bella, pelirroja natural; alquilaba la habitación de un motel cualquiera. Se sentaba en una mesa y abría su bolso. De él sacaba una botella de vino, una pluma estilográfica, un tipo de papel de seda aparentemente caro, un camisón de hilo blanco y una pistola.
Se vestía con el camisón, se servía una copa de vino blanco, escribía con su mejor caligrafía un mensaje en la nota y cargaba el arma con cinco balas. Ni una más ni una menos. Tras acabarse el vino se sentaba en la cama de sábanas pardas, con aspecto de montaña... y colocaba el cañón apuntándose en la sien.
Automáticamente recordé las clases de tiro, donde me enseñaron a cargar un arma y a disparar con ella, obteniendo una puntuación notablemente alta. Mi puntería no ha variado lo más mínimo: sigo dándole al blanco.
Mientras, en la pantalla, justo cuando la mujer estaba a punto de apretar el gatillo, un desconocido aporreaba la puerta con violencia. La elegante pelirroja intenta echar al extraño pero éste, finalmente, consigue entrar y resulta ser una mujer. Es una amiga.
Entra por un motivo equivocado, alegando un motivo equivocado y esperando un resultado equivocado. Ve el arma, mira a la mujer, palidece y alude a lo que su amiga estaba a punto de hacer. Casi de forma instantánea, la otra mujer rompe en sollozos y se abrazan.
Unas escenas más tarde, la extraña que ha entrado en la habitación del hotel le confiesa a la otra, en otro momento y otro lugar: No dejaré que nadie se suicide... No volveré a pasar por esto otra vez.
Su amiga borgoña, como respuesta, sólo puede abrir la boca y cerrarla, como acto reflejo de su sorpresa.
Al otro lado del sofá estoy yo, intentando recordar cuándo fue la última vez que yo pronuncié esas mismas palabras y llego a la conclusión que no fue hace mucho; tal vez hace sólo unas pocas semanas.
Me pongo a pensar en cuántas veces he vivido una situación semejante y mi rostro se vuelve de piedra. He sido el pañuelo de lágrimas, la mano que se ha aferrado al cuerpo que ha querido saltar, la que ha desafiado al falso valiente o la que ha llorado por llegar demasiado tarde. Incluso he sido la que un día estuvo al otro lado del filo del cuchillo.
Últimamente me acuerdo mucho de esos momentos o de esa época, esa en la que un adulto únicamente creía que por el simple hecho de ser joven ya debías ser... feliz. ¿Quién fue el estúpido, el ignorante, el inútil que empezó a extender esa habladuría que se ha vuelto popular entre los mayores? Un niño, por el simple hecho de ser niño, no tiene por qué tener una vida feliz.
Cada vez que le he dicho a alguien No o le he espetado Eso nunca una voz en mi cabeza me tachaba de hipócrita porque yo también sé que, en el fondo, a estas alturas tal vez volvería a abrir el cajón de la cocina pero que mi orgullo y mi... amabilidad lo impiden. Conozco demasiado bien el vacío que queda después de la marcha, conozco demasiado bien la huella que se prende en el corazón de la gente e identifico demasiado bien el sufrimiento que queda.
Es como arrancar el corazón con un sacacorchos.
Cuando... a veces, me quedo sola y me sorprendo fantaseando con el acero en la cocina o con el vacío de mi balcón, recuerdo al momento lo que tanta gente me ha confiado entre sombras y los rostros de mi entorno. Al momento, localizo de inmediato los corazones que detendría con un giro de muñeca, las vidas que trastocaría con un pie rozando la nada y me quedo inmóvil: me retiro de la verja, paso de largo dejando atrás la cocina.
Y me acuerdo de toda esa gente que haría lo mismo si decidieran tomar el camino fácil, porque eso es lo que es: la elección fácil.
Me pregunto si, en mi caso, habría alguien que me detuviera y con un cruel silencio caigo en la cuenta de que no: no habría nadie. Porque yo no vacilaría si diera el paso, no querría llamar la atención y callaría, expectante a la ignorancia de los demás.
Recuerdo cómo, hace un año, casi sin querer, confesé que no tendría ningún problema en llevarlo a cabo pero que no lo hacía porque había quién, inexplicablemente, dependía de mí. No sé cómo no me abofeteé a mí misma en aquel momento. Aquello me sonó tanto a cobardía que no pude evitar darme asco y, al mismo tiempo, comprender que mis palabras eran medio verdad.
He visto cómo me lo han pedido entre gritos, incluso cuando estaban a punto de aflorar algunas lágrimas. ¿Qué ocurrirá si un día no queda nadie?
Todo el mundo en este mundo tiene una sombra, un fantasma, un murmullo o un monstruo que lo alcanza, que cabalga a su nivel por muchos años que pasen: es esa marca grabada a fuego en la mente, el cuerpo y el alma. Es la Marca de Caín, eternamente marcada y llevada en la sangre, tan natural como el respirar. Cada persona tiene una distinta, más o menos pequeña, pero todo el mundo lleva una encima.
Al volver la vista a la televisión, me encuentro con que la mujer pelirroja acaba sonriendo al final del episodio, de risas con su amiga. Parece que sus ojos vuelven a brillar por el simple hecho de darse una nueva oportunidad.
Sonrío. No sé si forzosamente o de forma natural, pero tengo la vaga sensación de poder creer en mí o darme una oportunidad si cuando miro en los ojos de la gente, en ellos veo que sí.
Por el momento... me basta con eso.
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