Se aproxima una tormenta. Con la primavera, se están acercando unos nubarrones terribles. Se encuentran más allá del sol, del amanecer, de la luna y del crepúsculo. Están lejos de las flores, de los rayos del cielo, del azul de mar y de la palidez de las nubes que viajan lejos.
Empiezo a sentir, poco a poco, que la escarcha empieza a invadirme cada músculo, cada contorsión, cada hoyuelo, cada mirada, cada gesto, cada movimiento... pero no me alcanza el corazón. Éste sigue intacto, inmóvil, presa de las emociones y la tristeza, el miedo, el temor... a perder alguien cercano y querido.
Me miro al espejo y ya no reconozco a la joven que vive en él. Ya no la veo con miedo, ya apenas la veo con atención. No sé quién es, no sé cómo es del todo, pero sé que sigue siendo yo misma en una versión más lista, incluso quizá más fuerte y a pesar de todo... menos mía.
Y la observo, le hablo, le canto, le sonrío, le refunfuño hasta que, un buen día; caigo en la cuenta de que la joven que tengo ante mí es Lea, envolviéndome con su oscuro manto protector... de escarcha, de hielo, de nieve, de apatía cruel y férrea voluntad.
Mientras, en duro silencio, me levanto cada día creyendo que veinte años no son suficientes para decirte cuánto te quiero... y cuánto te he querido siempre.
Claro. Aunque la timidez que manifestaré a través de... (¿Cuantos kilómetros de cable habrá desde Pontevedra a Barcelona?) me haga parecer un lerdo, me gustaría charlar contigo cualquier día.
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