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viernes, 13 de enero de 2012

Fénix



El suelo, aquella superficie oscura e impenetrable, temblaba. En realidad, llevaba un buen rato haciéndolo. A cada latido, unas hondas semejantes al movimiento sinuoso del agua, se expandían a lo largo de aquella negrura infinita.
El espejo se encontraba en el mismo lugar, sin haberse desplazado un ápice. A los ojos de Lea y Cath, tras él se erguía esa joven desconocida, con ojos color chocolate y cabellera parecida, con tonos color arena.
El espacio entero resonaba solo al ritmo de un latido desbocado. El suelo temblaba con una melodía absolutamente rítmica y acompasada.
Cath observaba sonriente ese espejo y la chica que lo acompañaba, inmersa en una demencia cruel. Lea, por su parte, ya mentalizada; dejaba que su cabellera azabache volara libre en aquel vacío que la cegaba
-¿Crees que es...?- musitó Lea, no muy convencida.
Cath entrecerró los ojos y la sonrisa de malicia que exhibía se acrecentó. Mientras, la grieta que empezaba a tomar forma en la superficie del espejo se acrecentaba cada vez más, creando un camino que partía el cristal por la mitad. Automáticamente después, una corriente de aire empezó a filtrarse por la brecha, cubriendo el vacío hasta que, de repente, se dividieron en dos.
Una brisa helada rozó a Cath y cada molécula de su piel vibró de calor. Su pelo se alzó y entre sus llamas saltaron chispas, combatiendo la mano escarchada que se alzaba frente a ellas. La diablesa mantuvo su sonrisa, con una mirada amenazadora en su iris borgoña.
Lea fue abanicada por un suspiro cálido, en un intento de quebrar su muro de hielo. Su cuerpo reaccionó alzando una lluvia de escarcha a su alrededor. En medio de la oscuridad un céfiro soltó una llamarada en su dirección.
Ambas oleadas de aire se colaron en las defensas de las jóvenes, hasta que éstas fueron presa fácil. Tal vez esperando lo peor, cerraron los ojos y en vez de la fatalidad una suave brisa de rojo y azul las acarició y les susurró dulzuras al oído. Fue entonces cuando el espejo se rompió en miles de trozos, de partículas incontables. Estrellas de cristal plagaron por el vacío y llenaron la oscuridad, siendo mecidas por una brisa añil y otra color sangre.
La joven del espejo empezó a caminar en su dirección, abandonando el mundo desconocido del espejo y avanzando con una seguridad anónima. Su cabellera alzó el vuelo por encima de sus cabezas y las ondulaciones imitaron el baile de las olas del mar. A su vez, el vestido blanco que llevaba con gracia se hizo trizas y en su lugar únicamente quedó un conjunto de color azabache.
Una sonrisa adornó sus labios y su mirada, antes lejana, ahora resultaba penetrante e intensa; oscura y profunda al mismo tiempo. A sus espaldas dos alas negras se abrieron y se levantaron en un intento de rozar el cielo, el mismo que allí no existía.
Era como admirar a un fantasma.
Lea pensó en los cuervos, tal vez sólo uno, el mismo que plagaba las historias de Edgar Allan Poe. Cath, por el contrario, reparó en que alrededor del calzado de la joven únicamente había cenizas. Era polvo muerto, como si algo hubiera ardido hasta quemar por dentro. Al observar las plumas negras de la joven vio que, entre la negrura, unos tonos color sangre empezaban a manchar todo aquello que tocaban.
En medio de la nada, un aullido de pájaro rompió el aire, el silencio... incluso los corazones corrompidos.
Unas palabras que en su mente no tuvieron sentido brotaron de los labios de la diablesa, mientras que Lea lo dijo a través de una brisa helada de bendición:
-Hola Fénix.
Lea y Cath juraron que, en la lejanía, un pájaro había alzado el vuelo.

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