Vaya a donde vaya, siempre están. Me rodean por todas partes. Los encuentro en el metro, en las aceras, en las plazas, en las tiendas, en las aulas... Los descubro en estos bosques de acero, metal y cemento sin esfuerzo.
Cuando debo viajar en metro, un pasatiempo que repudio, no puedo evitar sentir esa sensación arisca que me sube por la espalda. Son ellas: las personas.
Al salir de casa, en el mismo momento que piso la calle urbana, me paro a pensar qué ha ocurrido hasta ahora con todo ese tipo de gente con la que me he cruzado. No puedo evitar buscar entre la multitud un rostro conocido, siempre el mismo, para comprobar si el miedo mismo sigue así, reptando por mis extrañas como un sucio y vicioso réptil. Espero, ilusionada, no volver a sentir el miedo cuando mi mirada alcance la suya... No volver a reconocer ese pavor que padecí durante tanto tiempo, en silencio.
Dicen que el valor tiene algo de honorable y también de estúpido... Yo sufro de ambas partes. Pero, ¿qué puedo hacerle? Me gusta probarme a mí misma, es un vicio. Desde que alcanza mi memoria, llevo toda mi vida comprobando cuáles son mis límites, hasta dónde mi mente es capaz de resistir.
Supongo que es por eso que me ato desesperadamente a deportes de riesgo, como aventurarme en la mente de un monstruo, explorar las cavernas de los farsantes y descubrir a los hipócritas, sus tretas y sus decepciones. Y me importa bien poco las advertencias de los extraños o de los conocidos. Si no soy yo misma quién comprueba la verdad... no puedo estarme quieta.
"La verdad duele pero la duda mata", dicen. Y "lo que no te mata te hace más fuerte", afirman otros. Soy partidaria de ambas: una verdad podrá destrozarte e, incluso, desmoronarte, pero ¿para qué es la vida sino para aprender a levantarte una vez te caes?
Cuando observo a las multitudes me pregunto cómo serán sus vidas. Fantaseo sobre si alguna de esas personas que hay frente a mí estarán a punto de caerse, levantarse o tirar la toalla. O si, entre todas esas masas infinitas de humanos habrá alguien como yo, de naturaleza caótica. Ese tipo de persona que es cómo la niebla: que no se sabe muy bien cuál es o no su cara, si se encuentra aquí o en el más allá. Es así como siento que, realmente, soy yo misma.
He llegado a un punto muy familiar, muy íntimo, que siempre está ahí. Es el de la libertad: degustarla, saborearla, alargarla. Ser consciente de que en el presente sólo estás tú y que, como consecuencia, ya no hay nadie junto a ti que te controle, que te... monopolice y que condicione tu vida. Eso, realmente, es la libertad: sentirte a ti misma.
Es querer ser como el agua: grande, salvaje, limpia, calmada e impetuosa. Por que nadie, absolutamente nadie, puede llegar a darse cuenta de lo que significa volver a ser tú misma tras haberte perdido del otro. Es algo maravilloso. Tanto, que vuelves a ver la vida como una gran oportunidad.
Echando un vistazo atrás, hace relativamente poco, vislumbro cómo fui evaporada por las llamas: la ira, la inseguridad, la posesividad, la hipocresía... Saber que has logrado apagar ese fuego sin control y que, poco a poco, vas recomponiéndote; es toda una proeza y un gran éxito. Es caer en la cuenta de que has ganado esa batalla con mesura, elegancia: siendo ante todo... inteligente.
Es recuperar tu vida, es volver a sentirla: disfrutar de la brisa en tu piel, de la lluvia al mojarte, del sol al calentarte, de la hierba al rozarte. Es sentir que el mundo, por encima de todo, vuelve a ser tuyo.
Y es curioso que, en secreto, hace ya unos meses; fuera capaz de desear que ojalá nunca nada de lo ocurrido hubiera pasado y que ahora, me pare a pensar en lo sucedido y una sonrisa venga a mis labios. No me arrepiento de lo que he hecho, de lo que he decidido; ni tan siquiera del dolor, de todo el sufrimiento y la decepción. Sé que soy un poco más fuerte.
He recuperado mi esencia, pero mejorada: más firme y resistente.
Vuelvo a ser salvaje... Vuelvo a ser agua.
I like it!
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