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miércoles, 7 de mayo de 2014
Sugestión sibilina
Quizá fue esa sonrisa, quizá fue ese tren de las mañanas, quizá fueron tantas, cuantiosas, lágrimas; quizá fue ese tacto de tus sábanas y tu piel por las mañanas, quizá fue la terapeuta en aquél impoluto sillón blanco, quizá fue que al final las palabras callaron, quizá fue la oportunidad y el reconocimiento brindado en letras, quizá fueron mis pies prendiendo fuego al caminar (como siempre), quizá fue la escarcha volviendo a introducirse en mi cabeza, quizá fue esa joven del reflejo en el espejo susurrándome: uy..., te has cansado ¿eh?
Una serpiente se enrosca, sigilosa, en mi brazo. Repta por él, alcanza mi cuello, sube a mi oreja y, en un silbido agudo, me murmura palabras oscuras. Nada de destrucción, nada de caos, nada de anarquía emocional y química autodestructiva. Sólo me seduce, me alivia con palabras dulces salpicadas de miradas ponzoñosas que, en lugar de lastimarme, me inyectan fuerza e incrementan mi adrenalina.
Bajó de un árbol infecto, ya medio muerto y agonizando, hasta alcanzar mi altura y pasarme su mensaje. Me transmitió secretos de mujer, sonrisas pecaminosas, gestos volátiles, miradas sugerentes, palabras de goce, cuerpos cargados de magnetismo a partir del movimiento, del roce... Me habló de la sugestión de la mente y de la seducción de una mujer.
Y desde entonces un reflejo en el espejo me sonríe, me acaricia el rostro, me indica con su dedo en los labios que guarde silencio, que sea paciente y observe poco a poco el resultado. Sin pararme a responderla, me detengo un momento al suelo para vislumbrar, entre sorprendida y satisfecha, que los pares de ojos me miran, me siguen y me cuentan cosas. Cosas que ya sé, cosas que ya sabía.
Me sorprendo creyendo a ciegas que lo que mi rostro ofrecía no era cierto. Que cuando me regalaban esas palabras o esos ofrecimientos todo era un sueño, un espejismo vacuo fruto de una pesadilla. Pero la serpiente, tan insistente y a la vez tan sutil, me confiesa que no, que todo fueron verdades y que pueden seguir siéndolo.
El reptil comprime su abrazo en mi brazo, presionando más y más hasta que, contenta, abre sus fauces mostrando orgullosamente esos dos colmillos diminutos y, a la vez, tan feroces. Brillan como perlas: limpios, lustrosos. Se inclinan hacia mi piel, la rozan, la comprimen un poco y juguetean con ella sin llegar a hundir la carne bajo su yugo. Y tic, tac, tic, tac... esos dos colmillos se balancean, caprichosos, asustándome y jugando con mis nervios, que me atacan la compostura que con tanto ahínco intento mantener.
Continúan así hasta que, quizá aburridos, se cierran sobre sí mismos y reptan con el resto de su cuerpo hasta mi muñeca izquierda. Allí la cola de la serpiente se cuelga sobre mi otro brazo, como dejándose caer pero engañando a la gravedad, retándola a presionar su caída y logrando mantenerse en pie.
Entonces, con los ojos nublados por el sinuoso movimiento de la víbora, mi conciencia desconecta de la realidad y observa, sin ver nada en verdad, cómo ella se retuerce fríamente contra mi piel calentándola inusualmente. Buscaba el calor. Su cabeza fingió reposar en el inicio de mis venas más abajo de la palma de mi mano antes de, burlona, abrir su boca y acometer contra la carne.
No grité. Ni siquiera temblé. Me parece que, de hecho, quería que lo hiciera. Es más, probablemente necesitaba que lo hiciera desesperadamente.
Así, con los colmillos en mi muñeca, ahí donde anteriormente se surcó a filo una historia que no se contó apenas, ella estaba escribiendo otra encima. La sensación de plomo que ya de por sí mis muñecas sostenían un tiempo atrás volvió y esta vez, no obstante, fue distinta. El peso que saboreé mi dejó un sabor agridulce en la boca que, así como con el anterior quise deshacerme de él, éste no me desagradó del todo. Lo saboreé en la boca, lugar por entonces cargada de una seducción sinestésica que me embelesó por completo.
La serpiente, haciendo fuerza, aspiró fuerte y la sangre que circulaba por mi cuerpo libre y espesa salió a la superficie donde el sol la tocaba, la rozaba, abandonando su habitual oscuridad, su usual cueva, su lógica vestidura de poros humanos. Encharcó la piel y pintó la blancura de ésta mientras bebía.
Siguió así cuando, de pronto, escupió mi borgoña devolviéndola en un matiz más sombrío de la habitual en la sangre caliente al abandonar el cuerpo humano. Extrañada, la miré. El reptil me devolvió la mirada pestañeando dos veces para, finalmente, desenredarse de su presa y reptar hasta el suelo, frío y mortecino. Allí permaneció, enrollada en sí misma, observándome. Imagino que esperaba mi reacción.
La sangre devuelta se tornó espesa contra mi muñeca y de pronto empezó a girar sobre sí misma creando una esfera perfecta que se asemejaba al tamaño de una polvera. La negrura del fondo de aquel diminuto charco me asombró y me provocó curiosidad a partes iguales.
De pronto, en el fondo de aquella diminuta polvera, divisé el rostro de una mujer de cabellera castaña, con los ojos perfilados en un negro oscuro y una sonrisa mortificante que sugería un misterio, invitándote a descubrirlo. Ésa fémina me recordó alguien, alguien que no musité ni revelé al silencio que nos envolvía a mí y a esa víbora, aún a mis pies.
Con ojos oscuros y finalmente comprendiendo qué era lo que esa serpiente me quería transmitir, la miro directamente a esos dos eclipses por ojos. En ese momento se irguió y, amedrentadora, exhibió sus colmillos expandiéndose gradualmente. Emitió un silbido agudo, penetrante, tan amenazador como fascinante al mismo tiempo. Se escuchó a través del tiempo y del espacio, embarcados en su irónica rueda de la fortuna.
Apremiada por su toque de atención, observé atentamente aquella sangre esférica: me había servido en bandeja de plata la fortuna de una mujer, de cualquier mujer que se precie algo en este mundo.
De hecho, más bien, me la había recordado.
Imagen: extraída de deviantART. Nombre: Snake. Autor: eugenebuzuk.
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