La silla de metal es fría, incómoda y de esas que te dejan con dolor de espalda al levantarte. La cucharilla revolotea en la taza y bebo de ella quemándome otra vez con el café pero, como todavía persiste el dolor en mi lengua por una quemadura anterior, ya no noto la diferencia.
Dolor más dolor anula el sufrimiento, pura ironía.
Un panel de cristal plegable me ataca los nervios mientras pienso, en silencio, en el rumor de mi acompañante en medio de una cafetería con alusión religiosa en el barrio del Raval. Su voz me recuerda, siempre, al choque que provoca una caña de bambú contra las rocas cuando el agua la atraviesa una y otra vez. Es franca, libre, corrediza y libre como resulta el agua cuando se escurre entre la piedra como una joven que se escapa de las manos de su amante.
La escucho, me queda y lo recuerdo. Pero no olvido, tampoco, los susurros de mi cabeza y el plomo de mi pecho, tan pesado que en ocasiones me sorprendo a mí misma tensando la mandíbula para contrarrestar tanta presión. Recuerdo entonces las muelas del juicio, brincando entre punzadas de dolor por romper la encía que las encierra y me detengo. Chasqueó la lengua, una, dos veces pero a la que me despisto vuelvo a apretar los dientes y caigo, consciente, de que se trata de la bilis en mi boca. Ira.
Ira, de largos cabellos negros y sonrisa de afilados dientes que coge un cepillo de zarzas puntiagudas que, con sorna, me cepilla el cabello, me mece y me canta de fondo una canción metal.
Recuerdo caras, invoco sonrisas y no puedo gesticular otra cosa que no sea la impasibilidad. Intento recordar cuándo fue la última vez que me hicieron el vacío y pienso, lejanamente, en el instituto. Bueno, miento, de hecho no hace tanto de ello. A mi cabeza acude esa cruz que me persigue, me rasga y me quiebra la espalda marcándome siempre como la última casilla de esa mierda de partidas.
Ella sigue hablando, me sigue contando y yo, encantada, continuo escuchando. No quiero perder detalle. La verdad me resulta mucho más encantadora por mucha porfiria que me despierte.
De vuelta a casa reflexiono y lo único que se me ocurre es esconder las manos en los bolsillos y poner Skillet a todo volumen hasta que, de un soplido, un viajero o dos del tren reparan en los auriculares y en mi cara, deduzco, de pocos amigos.
Ya en casa pienso si importa el marginamiento en sí y recuerdo, de pasada, la uña partida y el filo abandonado en un rincón concluyendo que no pero que, aun con todo, la ira sí.
Sí, desde luego que sí, porque resulta demasiado familiar.
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