Una tarde de un martes muy reciente descubrí, con ojos somnolientos, un mensaje en mi móvil. No conocía el remitente y el mensaje finalizaba con un "... almas gemelas". Hablaba de amor, de almas gemelas.
Abrí los ojos, me reí y en voz alta gesticulé: "¿pero qué es esto?"
Lo dejé atrás, lo borré y seguí bostezando ante una clase de muy poco atractivo. No duré ni cinco minutos. En cuatro recogí mis cosas y de camino en el tren a Barcelona dormí como un bebé con la música aislándome el ensordecedor ruido del vagón. Ya en mi casa fui a visitar a una profesora, una de esas mujeres que te cambian la vida y la visión del mundo. Eso necesitaba: el cambio de una visión.
Pero el mensaje se quedó ahí, en el vacío. Me olvidé por completo de ese anónimo que ligué a una de esas cadenas que circulan por internet. Una llamada de teléfono paralizó nuestra charla y escuché:
-¿Has recibido un mensaje extraño?
-Eh, n... Ah, sí, sí. Perdona, pero ahora mismo no puedo...
-Sí, tranquila, hablamos.
-Te llamo más tarde.
Más tarde, ya en casa llamé y me contaron de quién era el mensaje. Era él, rezaba el auricular, con una voz marcadamente cabreada. Ya la he dicho que te deje en paz, no te preocupes; prometía.
Pensé en muchísimas cosas y en ninguna en concreto pero lo mejor de todo fue saber que no sentí miedo, que no olí al lobo ni probé el azufre. En un arrebato de vanidad pensé en Apolo persiguiendo a una Dafne huidiza, dispuesta a ser un laurel antes que caer en sus brazos. La indiferencia nunca fue tan placentera.
Lo mejor de todo fue saber que me sentía victoriosa, fuerte por la verdad más poderosa: no quería - ni quiero - volver al infierno.
Dime, ¿te diviertes pensando en mí?
C.