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sábado, 12 de mayo de 2012

Tres veces


Entré en el cuarto de baño con el espectro de Lea a mis espaldas: ese aliento frío, helado y, en cierto sentido, mustio. Mi fantasma del pasado despertando con fuerza.
Cuando reparé en el gran espejo cristalino colgado en la pared, devolviéndome mi reflejo en dos, observé de cerca el brillo apagado de mis ojos. Aquella noche los veía más oscuros que nunca, con un extraño brillo azul y frío. Reconocí en ellos a Lea, analizándome desde el interior con la frialdad de un témpano. Sentía como nunca ese vacío en mi pecho goteando alquitrán, chocando contra el plomo.
Todo pesaba, todo era metálico. Aquella noche el cielo y el mundo eran de matices platas, como la luna.
Cabeceé, bajé la mirada y empecé a lavarme los dientes. No fue hasta pasados dos minutos, mientras le daba la espalda al cristal, que saboreé en mi lengua, por encima de esa espuma blanquecina; el óxido y el metal. Me volví al reflejo, donde Lea seguía ahí; observándome con ojos fríos. Hasta me pareció descubrir en ella una sonrisa cruel, algo extraño. Tal vez Cath estaba a sus espaldas, tal vez no.
Dejé caer el cepillo en la pica, ahogada por el agua. La pasta de dientes y su espuma corrió como nunca en un diminuto torbellino que se perdió por el desagüe. Mientras, yo, sólo podía ser testigo de como el borgoña se escapaba de mi boca. Salía poco a poco pero sin interrupción, sin molestarse mucho tampoco a detenerse.
Mojé mis labios y mi lengua en agua y la sangre ahí, en el escenario níveo, disolviéndose. Y mis ojos detallando cada movimiento como la unión de los planetas o la mentira de un amigo, viendo en la sangre o en el carmín de mi boca la vida, la vida corriendo, la vida escapando.

En clase, me senté de brazos cruzados y, como hacía unos cuatro días; sentía a Lea más presente que nunca. Podía palpar su indiferencia, su frío, su aliento fresco y sus impulsos de muñeca rota. Mientras sentía por dentro como la luz de mis ojos se iba apagando, como de costumbre, a su lado; una calidez repentina me rozó el brazo. Después humedad.
Abrí los ojos tras los fluorescentes y me puse a buscar. Tal vez la pierna, tal vez la cintura, tal vez el codo, tal vez mi cuello, tal vez mi boca de nuevo... Pero no, no fue así hasta que vislumbré, en la hoja de apuntes sobre la mesa, que una mancha de carmín adornaba una esquina. Fue entonces cuando caí en la sangre que manchaba los dedos de mi mano derecha. Se había abierto una fisura en el dedo del corazón, mientras un riachuelo rojo los cubría con su manto metálico.
En cuanto la lamí, miré a ambos lados de la clase. Nadie se había percatado, nadie me dijo nada.
Aquella misma mañana, encontré más sangre en mis antebrazos y en la palma de mis manos, mientras Lea me miraba de lejos. Sus ojos me atravesaban, me acusaban de algo que yo ya sabía.

Una tarde charlaba con un compañero, ni siquiera podía definirse de amigo. Me adulaba, me seguía, me dormía. Seguramente, aquella tarde yo estuviera bañada en el cinismo y la corrupción que despedía ese cuerpo me provocara más hastío del habitual. En cualquier caso, nadie podía ver mis rostro. Ya estaba bien así.
De repente un aliento frío me sacudió por dentro y, al cabo de poco rato, una herida en mi mano se había abierto. De ella brotaban unas pocas gotas que acabaron en un río imperceptible pero... pero ahí estaba, existía. Sangraba, vivía. Y cada gota volaba, cada gota interrumpía el color de mi piel, cada gota me decía algo, cada gota me miraba de una forma distinta.
No obstante, no importaba: ahí estaba el vacío agrandándose, expandiéndose, aferrando la apatía como el alma misma. Ahí se encontraba la vida escapándose, diciéndome adiós.
Y Lea en el espejo, acusándome desde la ventana y yo apartando el reflejo como si fuera humo de tabaco, sin lograrlo del todo. 


Tres veces borgoña, tres veces en el vacío, tres veces la he sentido, tres veces de frío.

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