Ayer por la noche supe que debía ir al hospital con ella. Supe que debía ir a recogerla esta mañana a las diez, coger un taxi y llevarla hasta el hospital. Supe que debía hacerme con una silla de ruedas y estar allí a las 11:00 en punto de la mañana, frente al módulo seis de la tercera planta.
Caminé más que nunca, con la mochila a cuestas, los papeles de la entrada médica y con un único pensamiento en la cabeza, mientras recordaba la noche anterior y observaba el día tan soleado que hacía; pensando: Lo sé, claro que lo sé. Lo sé.
Entras en el despacho y esperas, te preguntan, te tantean... mientras ella espera, quieta, sonriente y calmada sobre una camilla. Resonancias, inspecciones, preguntas, análisis sobre la tensión y el corazón. Y tu cabeza hundida en el barro, especulando e imaginando, mientras un palpito en el pecho te dice que no, que sabes lo que ocurre... otra vez.
De repente la puerta del despacho se abre y entra una enfermera, unos minutos más tarde una doctora de pelo negro, después vuelve a entrar el médico con su ayudante en prácticas y, finalmente, la cardióloga junto con una chica joven, tal vez residente.
La cardióloga se sienta en la camilla junto a ella y ésta le devuelve una mirada que conozco bien: la mirada resignada, esa dividida entre el oleaje de la desesperación y el de la serenidad y la aceptación. Una orilla es tan peligrosa como la otra, así que tengo miedo. Miedo a que ella se hunda y yo con ella.
-Dígamelo, ¿es lo que creo que es?
Siento la calma, la calma antes de la tormenta. Sin que la doctora abra la boca, con el silencio en la sala, sé lo que va a decir.
-¿Qué cree usted que es?
-Lo que todos los de aquí estamos pensando.
Se cruzan sus miradas una y otra vez, una y otra vez. La cardióloga asiente y ella, suspirando, pregunta:
-¿Me permite usted hablar mal?
-Claro.
Con una sonrisa de oreja a oreja proclama:
-Me cago en todo.
Me revuelvo en la silla, me rio para no llorar y el interno más joven de la sala me observa, inquieto, mientras lucho porque la cortina de pelo castaño de mi cabeza oculte mi rostro. Palpo el shock.
Me grito, sin que nadie me oiga, que debo callar, soñar con el mar, luchar por no llorar y esperar tranquilamente a que el personal entre en los detalles. Y ellas entran en una narración de historias clínicas, donde los tumores y los bultos empiezan a ser tan reales que dejan de ser simples anécdotas del pasado.
Y recuerdo, recuerdo cosas mientras suplico que no me la quiten, que no me la quiten. Sé de inmediato, como tantas veces, que siendo el ser más cruel y egoísta del mundo; viajaría con gusto al averno a vender un pedazo o toda mi alma para alargar el tiempo de felicidad y calma un poco más, siempre un poco más... Porque no, no es suficiente; nunca es suficiente. Ni todo el tiempo del mundo, ni el mismo poderío de Cronos sería suficiente para poder estar a su lado un poco más con ella. Compraría eternidades, siglos, eras... y continuaría siendo demasiado corto, demasiado breve el tiempo a su lado.
E intento imaginarme mi vida sin ella: sin su sonrisa, sin su risa, sin su mirada llena de amor, sin su pelo rubio, sin su torpeza al andar, sin su voz grave, sin sus 72 años, sin su conocimiento, sin su admiración, sin sus reprimendas, sin sus abrazos... y no puedo, no puedo. No puedo, me niego y pienso que soy una cría, una estúpida egoísta a la que no le importa su comportamiento si ella sigue adelante.
Alguien a mi derecha me tiende un pañuelo y resulta ser el interno con un Si lo necesitas.... Pero lo rechazo, ahí en medio, a punto de romperme pero sin demostrarlo. Con ella a mis espaldas, sonriendo, mientras la doctora le dice:
-Parece que se lo toma usted con humor.
-Es que mi nieta está aquí, conmigo.
Y sólo quiero llorar, mientras lo único que soy capaz es de callar y sonreír, mientras le grito al mundo una vez más, en silencio: ¡Que no me la quiten! ¡No! ¡No! ¡NO!
Esa misma tarde, ya a solas, soltó unas lágrimas unos minutos y volvió a sonreírme como siempre; con esa luz en sus ojos. Ya en casa, desde el teléfono, me prometió que volvería a luchar, que no abandonaría. Jamás la he querido tanto como en ese momento.
Al colgar el auricular, yo también hice una promesa en silencio: yo también iba a luchar.