Desde que era un bebé. Es decir, desde siempre.
Los sábados por la mañana, tres al mes con suerte, me levantaban mis padres y me sacaban de la cama con prisas. Nos vestíamos, me arreglaban y desayunábamos como si nos fuera la vida en ello. Todo era muy rápido.
Al principio en brazos, después cogida de la mano y a continuación a solas, caminaba junto a mi madre y a mi padre... Más tarde, con mi hermana a mi lado. Caminábamos lento aunque yo, por lo general, solía correr. Quería volar, flotar, en dirección al coche.
Me hacía ilusión hacer mío el asiento trasero del vehículo, bajar la ventanilla y sentir el aire en mi cara mientras el coche parecía navegar, audaz, por la carretera hasta alcanzar la autopista. A los veinte minutos me llegaba la somnolencia y, ensoñada, la radio del coche que me cantaba canciones de los años ochenta me mecía en el rincón de mi asiento.
El sol entraba por la ventana y conseguía desvelarme de lo fuerte que era. En frente oía lejos, muy lejos, a mis padres. Charlaban sobre si llegábamos tarde, pronto, si debíamos pasar o no por el supermercado, si deberíamos detenernos a repostar, si lo traíamos todo... A veces, llamaban la atención de mi hermana y, en otras, escuchaba:
Mírala, ha vuelto a quedarse dormida.
El coche me arrullaba pero me molestaba ese aroma a tapicería, a polvo en ocasiones acumulado, al ambientador de pino que tan poco tiempo se balanceó sobre el salpicadero... Me mareaba ese olor... y aún lo sigue haciendo.
Cuando los neumáticos frenaban gradualmente, acariciando el asfalto y lo último que vislumbraba eran las manos de mi padre girando con gracia y agilidad el volante, abría la puerta y me bajaba, con los ojos entreabiertos; aún con sueño. Tras eso, a los dos pasos me despertaba y corría al alto muro de piedra, con la verja de metal que por aquel entonces me parecía gigantesca.
Tras ella los perros ladraban, uno enorme y otro canijo, muy alegres; muy contentos. Me saltaban encima y me lamían hasta que crecí lo suficiente como para detenerlos y no sentirme arrollada por esos animales.
Nos daban la bienvenida mi tía, mi tío, mi abuela y mi abuelo paterno y mis primos, chico y chica... gemelos de nacimiento. El resto del día parecía volar.
Mi tía la recuerdo como un duende: bajita, saltarina, gritona, alegre, y risueña; con un cigarrillo siempre en la mano derecha. Me gustaba, me alegraba, me hacía sentir bien... siempre joven. Era algo alocada, pero me encantaba. Mi tío político iba en consonancia: contento, muy amable, bromista, algo vago pero muy trabajador, también. Sacaba mi vena más peleona.
Mi abuela, por el contrario, era un gran muro de hielo inquebrantable. Sonreía siempre pero era de esas sonrisas finas, que apenas se abrían para dejar escapar palabras. Era partidaria de los silencios, de las críticas y de la tranquilidad, además de un egocentrismo muy bien disimulado que yo únicamente descubría. A pesar de ser de lo más amable y apacible, teníamos conceptos de la tranquilidad muy distintos. Siempre me pareció una muñeca de porcelana muy bella, rubia y de ojos azules y de un cuerpo frágil; pero aún así... helada, rodeada de escarcha.
Para mí sus palabras eran como agujas de hielo.
Mi abuelo era el mismo fuego personificado. Tenía alma de galán, de caballero, de sangre caliente. Poseía un gran afán por los banquetes y el puro de después de las comidas, vestido siempre con camisa o traje; guardando las formas. Me recordaba a esos hombres que se habían quedado atrapados en los años cincuenta, siempre rezumando elegancia y el "saber estar".
Mis primos eran otro par de duendes. El chico era de lo más revoltoso, nervioso y, por regla general, un tornado de incordio y travesuras. Su hermana, por el contrario, era un oasis tranquilo, sereno, apacible y de pocas palabras. Ambos rubios y de ojos castaños.
Los días transcurrían con el cielo despejado, con el jardín bañado por el sol, con los chapuzones en la piscina y nuestros paseos al bosque de al lado.
Todo era maravilloso, todo era un carpe diem de diversión y el único sonido que viajaba por el aire eran las risas y la charla amena, interesante.
En mi mente quedan la montaña de Montserrat, el primer amor de niñez, los perros en las verjas, los vecinos que te saludaban y te hablaban recordándote desde tu nacimiento, la vergüenza de una joven tímida, las leyendas de lobos y de brujas, el bosque y el río que nunca logré encontrar, las casas abandonadas y a las que quise entrar, las vivencias maravillosas bajo el agua azul, el sonido musical de la risa de mi tía, las vistas a Esparraguera, las calles oscuras y poco iluminadas que te atraían a vivir aventuras de magia...
Esos eran mis recuerdos. Estos son y lo siguen siendo.
Al día de hoy, nada ha cambiado, pocos han sido los detalles que se han distorsionado con el tiempo. El abuelo ha faltado, los tíos han crecido, los primos se han hecho mayores y la abuela... Bueno, ella sigue rezumando escarcha. No obstante, la sensación de los viajes, de la estada en la torre, de las caminatas entre el follaje y el goce en el alma no son distintos del ayer, del hoy y del mañana.
Esparraguera, 2011.
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