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lunes, 8 de agosto de 2011

En una casa de muñecas


Era una caseta pequeña, habituada en medio de un bosque profundo perdido de la mano de Dios y del Maligno. Lejos de parecerse a la de la bruja que recibió a Hansel y Gretel, esta diminuta cabaña escondida entre el follaje presumía de un matiz blanco cegador. Sus esquinas, su tejado y sus ventanas estaban adornadas con ondas, una pizca de brillante, unos matices rosados y añiles. A través de una puerta que parecía una tableta de chocolate blanco por su presumible aspecto, la joven que vestía de Caperucita entró sigilosamente.
En su interior, un salón de té propio de las muñecas que ocupaban los escaparates de las tiendas se aposentaba con gloria. Por las paredes tan sólo había estanterías, vidrieras y armarios repletos de muñecas, niñas y muchachas de porcelana de mirada dulce y también fría.
Cath arrugó el ceño. Aquel lugar parecía escarchado de ojos fríos, ojos traicioneros que espiaban a escondidas cada uno de tus pasos.
En el centro, sentada a los pies de esa mesa nívea propia de las niñas más pequeñas, con coletas e ideales vestidos bordados; se encontraba Lea, observando escrupulosamente una muñeca que sujetaba delicadamente, con temor aparente a romperse.
Con el andar de una diosa o una diablesa, Cath se deslizó hasta tomar asiento en una de esas diminutas sillas de madera; sentada frente a su antítesis. Lea no se dignó a mirarla siquiera, tan sólo prestaba atención a aquella jovencita hecha de barro que sostenía entre sus pálidas manos: el pelo de cordel era largo y del color de la noche, sus ojos imitaban el matiz del caramelo, sus labios eran finos y su traje, vestido záfiro; escondía entre sus manos un lirio. Una flor cuyo significado de pureza emitía un mensaje secreto caprichoso y traicionero a su dueña. Pureza no era un calificativo dedicado a los monstruos.
-¿Eres tú?- preguntó Cath, mientras cruzaba las piernas bajo su capa carmín y apartaba la mirada de aquella muñeca fría.
Lea asintió. Cath observó su manicura; sus uñas del color de la noche.
-Es un regalo.
La pelirroja abrió los ojos de golpe.
-¿De quién?
-De una amiga- respondió secamente la morena.
Cath trazó una sonrisa feliz a la joven y alzó su rostro al techo, cubierto por una bóveda de cristal. A su alrededor, una cortina de fino satén vestía las paredes a rayas que recordaban el interior de un pastel de fresas y nata.
-¿Tú con amigas?
-Conozco a más chicas a parte de ti, Cath.
La aludida se quedó anonadada mirando el techo sin ver nada en realidad. Sus ojos refulgían oscuridad. Aquella tarde no parecía alegre en absoluto. Por un momento, Lea fijó su atención en aquellos ojos de largas y espesas pestañas y de mirada atrayente. En un segundo reparó que esa mirada denotaba cansancio o malestar.
-¿Celosa Cath?
La pelirroja arrojó una risa prolongada, sensual, pero no era suya. Era una carcajada triste, cansada. Reflejaba una desagradable sensación.
-No eres mi prioridad Lea.
La susodicha sonrió de forma serena y volvió sus ojos hacia la muñeca. Le acarició ese rostro que tanto la hechizaba y que, en silencio, tanto la desafiaba a la vez.
-No me gusta esa muñeca- confesó Cath.
Lea guardó a la pequeña joven de barro en su caja, un envoltorio que recordaba a un ataúd y a un espejo creado a partir de la luz y la oscuridad.
-Una pena, es una monada.
-Claro, eres tú, ¿qué ibas a decir?
Lea apoyó su cabeza en las manos mientras la mesa asumía el papel de soportar el peso de sus brazos. La mirada de la joven recayó en su compañera de mesa.
-¿Qué te ocurre Cath?
La pelirroja suspiró profundamente. El aroma de sus labios le recordó al azufre que se respiraba entre los pozos del infierno.
-¿Acaso te importa?
-No demasiado, aunque admito que siento curiosidad- respondió Lea, en un encogimiento de hombros.
-El asco me consume.
-Oh, ¿por qué... o por quién? Eso es natural entre nosotras.
Cath se enderezó en la silla y retiró de su espalda esa capa que le concedía un toque de niña traviesa y peligrosa a la vez. Se despojó de su disfraz de Caperucita sacando a relucir a la mujer que vivía detrás del cuento, mucho más allá. Lea entrecerró los ojos.
-No estoy acostumbrada a palpar al asco a la humanidad como tú, pequeña mía. A mí, por lo general, me gusta jugar, encapricharme, utilizar, torturar el alma humana. Esta sensación no me es familiar, me molesta.
-Te recuerdo que eres algo más que un diablo. Tú también, como yo, tienes algo de humano.
Lea y Cath se miraron. Una la miró con malicia y la otra le respondió con apatía. Por una vez, los papeles de ambas chicas se habían intercambiado.
-Le odio- confesó Cath, todavía observando a Lea.
-¿A quién?
-A ese lobo, ese dichoso lobo.
-¿Al de este bosque?- insinuó la morena, quien con su dedo señaló más allá de la ventana de aquella casita, por donde se podía vislumbrar el bosque denso y profundo.
-De este bosque y de más allá. Está por todas partes.
-Sólo está en su cabeza, en realidad. ¿Por qué lo dices?
-Porque esa obsesión por ella me está sacando de mis casillas- siseó Cath.
Lea la miró de arriba abajo y después la señaló con su dedo índice.
-Tú provocaste eso, tú querías una tormenta. Asume las consecuencias.
-¡Pero yo no provoqué nada!
-Ah, ¿entonces estás enfadada porque no fuiste quién ha provocado todo este caos?
Cath frunció el ceño y Lea se rió, con tranquilidad, serenidad... con frialdad. Un atisbo de hielo impregnó el ambiente, oscureciendo levemente la luz de la estancia.
-Eres muy extraña- dictaminó la misántropa.
Cath puso los ojos en blanco.
-Mira quién fue a hablar.
Un silencio tenso las envolvió a las dos. Sin más sonidos que el viento que paseaba entre los árboles del bosque, Lea siguió detallando cada movimiento de su compañera en su cabeza para conservar eternamente esa imagen frustrada suya. Admitía que, el hecho de ver a su antítesis tan perdida en una situación que no podía controlar, la complacía. Cath, por su parte, cavilaba consigo misma hasta que se decidió a abrir la boca:
-Ella no quiere ni oír hablar de amor. No quiere escuchar nada parecido a que él la quisiera. Con sólo pensarlo, se asquea y se le cierra el estómago.
Lea se relajó en su asiento y descansó su espalda en el respaldo. Esbozó una tímida mueca de alegría compasiva.
-Bueno, es lógico, ¿no encuentras? Es mucho más fácil olvidarse de todo y creerse una mentira veraz si optas por pensar que nada fue real. Si acaba concluyendo que todo fue verdad todavía entendería menos ese desdén y ese maltrato.
-Maltrato ¿eh?- Cath dibujó en sus labios borgoñas una sonrisa tintada de malicia. A la luz de esa tenue oscuridad y luz, parecía una auténtica bruja del infierno. ¿Era sangre eso que brillaba en su boca cuando sonreía?- ¿Qué sentiste cuando estuvo en el departamento de psiquiatría? Seguro que tú puedes sacar una mejor conclusión que yo.
Lea le echó una mirada envenada.
-Ni se te ocurra insinuarme nada.
Cath se mofó en silencio de su compañera y dejó de mirarla unos instantes. Dedicó su atención a las muñecas que poblaban ese saloncito y a cada una de ellas pareció observarlas sin mucha importancia.
Sin mediar palabra la diablesa se alzó de su asiento velozmente, arrojándolo al suelo en un golpe seco: madera contra madera. Con sus zapatos de tacón empezó a caminar con lentitud rodeando la estancia, repasando con la mirada cada estantería y acariciando cada muñeca con sus dedos. Esos rostros sin vida no parecía ni que las rozaba una mano humana, tan sólo la niebla.
-Todas las mujeres que acaban siendo objeto de maltrato acaban convirtiéndose en esto: en muñecas.
Lea observó a su compañera con atención.
-Acaban tranformándose en cuerpos sin vida y sin voluntad. Van muriendo poco a poco, hasta que el brillo de sus ojos se apaga y las palabras callan en su boca- continuó Cath-. Ellos juegan con ellas, las miran un rato, las abandonan en un rincón y cuando les apremia... vuelven a ellas.
La morena abandonó su asiento también. Acunó la caja de su muñeca entre sus manos y se apoyó en una de las paredes, con los brazos cruzados y el paquete entre estos. Cath perfiló una nueva sonrisa: una mueca siniestra, cruel, burlona y ajena a los sentimientos de los extraños. Esa sonrisa... sí era más propia de alguien como Cath.
-Y ellas, las muy tontas, las muy ciegas, vuelven a pies juntillas. Siguen a sus dueños como corderos, creyendo que a quien persiguen es a un pastor cuando en realidad... tan sólo van tras el rastro que dejan las garras de un lobo.
-Ella se dio cuenta- musitó Lea.
Cath siguió sonriendo, esta vez con un orgullo siniestro. No obstante, en un segundo, la alegría no alcanzó sus ojos y oscureció su interior.
-Sí, es cierto. Eso es lo que la hace especial. A pesar de que no le guste, ella también es luz y no tolera el exceso de oscuridad.
El viento apaciguó su paso en el exterior, menguando el mecer de las hojas y las flores. Lea reparó en ella y su respiración, por unos instantes, cesó. Escuchó y cayó en la cuenta de que... Cath no respiraba.
Claro, se dijo. Cath era un diablo. Y, claro, ¿desde cuándo los diablos necesitaban respirar? Aunque... si aquella pelirroja de mirada oscura era un diablo, ¿qué era ella? ¿Un ángel? Era una broma de mal gusto la mar de patética.
-Ah, pero Lea...
Cath interrumpió los pensamientos de su compañera y ésta la miró, atenta. Esperó su voz, la llegada de aquella melodía ardiente propia de quién nace en el averno.
-... ¿tú sabes qué les ocurre a las que no ven al lobo?
La aludida no se movió. Cath, con la sonrisa todavía presumiendo en su rostro, empezó a caminar de nuevo. Pero, esta vez, lo hizo de forma todavía más pausada y lenta, contoneándose mientras su mano se deslizaba por las estanterías y, con elegancia, arrojaba cada una de las muñecas que rozaba al suelo. Al ritmo en que el vestido borgoña que se adhería a su cuerpo se mecía con peligrosa dulzura, su mano iba barriendo cada una de las muñecas de porcelana o barro que poblaban las estanterías y los escaparates. Todas esas figuritas, tan bien vestidas, tan bien fabricadas y maquilladas, chocaban contra el suelo. Al tocarlo todas ellas se rompían en mil pedazos, esparciendo sus restos por la estancia.
Así continuó Cath hasta que todas las muñecas quedaron reducidas a un amasijo de dolor, sangre y muerte. El suelo quedó escarchado de destrucción: la porcelana se convirtió en sangre, sus cabellos y vestidos en trapos rotos, sus sonrisas en muecas de odio y tristeza. Algunas, incluso, translucían pánico.
Con parsimonia, con tranquilidad y una retorcida satisfacción que Lea no logró ni quiso comprender, fue testigo de cómo Cath se acercaba a ella y a su muñeca.
-Es un regalo- le recordó Lea.
-No voy a romper tu muñeca, mi pequeña.
A la morena la sorprendió tanto esa respuesta que no pudo por menos preguntar:
-¿Por qué?
Cath dejó brotar de su garganta una carcajada melodiosa y atrayente, cálida como una diminuta llama. Dejaba entrelucir cariño.
-Porque es muñeca no es, ni fue, ni será jamás como las demás. Ella está hecha por unas buenas manos, por alguien de un buen corazón y, por tanto, no tienen el objetivo de capturar el alma de una persona. Tan sólo tiene el propósito de imitarla... de devolver lo más fielmente posible el reflejo que emite la esencia de alguien. En este caso, de ti.
Lea hizo ademán de hablar, pero su compañera la interrumpió:
-Pero eso no hace que me guste más porque, como siempre, el reflejo que emite es demasiado frío: como tú.
-Pareces decidida a conferirme algo de calor, bruja. ¿Sabes que es imposible derretir un iceberg?
-Es complicado, no imposible- arrojó Cath con su mejor sonrisa.
Algo en el interior de Lea dio un traspiés y su corazón, congelado, palpitó un poco más fuerte de lo habitual. Escondió con más ahínco la muñeca en su pecho, como si quisiera guardarla ahí donde nadie podía llegar: su corazón.
-Sabes de sobra que ahora no puedes robarme el puesto. He congelado su corazón, necesita mi presencia para seguir ahí.
Cath sonrió con algo de pesar, miró al suelo y con la velocidad de un gato volvió a posar su mirada en la otra joven, tan serena e indiferente como siempre. Lea parecía, ella sí, en la vida real; una muñeca de linda y fina porcelana. Sin embargo, al contrario que las otras muñecas rotas que ella misma pisaba con sus pies, en el interior de esa capa de pintura y falsa piel latía un corazón humano. Puede que un corazón roto y cosido por las heridas, con fisuras, pero un corazón humano al fin y al cabo. También sentía otras emociones que no fueran el dolor o el rencor... o peor: la apatía.
-Sí, sé que has escarchado su cuerpo, su mente y su corazón por completo. No pretendo detenerte, sé que si lo intentara fracasaría estrepitosamente.
Lea asintió.
-De momento- prosiguió Cath-, me contentaré con hacer de espectadora. Observaré y esperaré pacientemente a que llegue el momento adecuado. Cuando éste llegue, volveré a tomar partida y te robaré el puesto.
-No me dejaré vencer tan fácilmente- espetó Lea con ardor.
Su contrincante se carcajeó con alegría.
-No esperaba menos de ti, pequeña.
Lea se sonrojó un poco, le dio la espalda y caminó en dirección a la salida. Frunció el ceño, algo molesta.
-Deja de llamarme eso, sabes de sobra que soy mayor que tú.
-A alguien tan perdido como tú- musitó Cath, pisándole los talones-, no puedo verlo como una figura mayor que proyecte mi modelo a seguir.
-Jamás te he pedido que lo hicieras.
-Pero te gustaría- la pelirroja se carcajeó con ímpetu cuando la luz del sol le rozó la piel en el bosque, a pesar de que los bosques bloquearan el paso del astro rey.
Las dos jóvenes siguieron caminando por la senda del bosque, una que parecía no acabarse nunca. Ambas recordaron, sin que la otra supiera, aquel café donde charlaron por primera vez, ese camino lluvioso en las afueras de la ciudad donde pasearon entre paraguas, juegos mentales y lágrimas. Se preguntaron si, algún día, volverían a esos tiempos y ambas concluyeron lo mismo: no.
Nunca.
-Admito que... tenías razón en una cosa- musitó Lea de pronto.
Cath la observó. No era propio de la misántropa admitir que la otra llevaba razón. Se preguntó a qué se refería:
-¿Sobre qué?
-Soy una egoísta... y un ser débil.
En un segundo Cath hizo ademán de rebatirle y decirle que, en realidad, incluso alguien cómo ella tenía un buen corazón latiendo tras esa escarcha más propia de un psicópata que de una humana. No obstante, Lea fue más rápida y a la velocidad de luz limitó al máximo la distancia entre ellas: sus rostros quedaron prácticamente pegados. Sus miradas, al contacto, hicieron saltar chispas.
Si un extraño se esforzaba lo suficiente podría haber vislumbrado que, entre los ojos de la bruja y los de la misántropa, se batía una lucha atroz: más allá de la luz y la oscuridad, más allá del fuego y del hielo, más allá del cielo o del infierno, dos luces diminutas parecidas a un espíritu, a la niebla o a un fantasma, bailaban un compás privado armonizado y perfectamente al unísono.
Únicamente era un baile para dos: un vals o un tango que las hacía uno.
-Sí, sí lo soy. No me discutas eso: no puedes. ¿Y sabes por qué? ¿Sabes por qué soy un ser indigno?
Cath asintió, expectante, con Lea todavía a una mínima distancia de su rostro. Podía percibir el hielo y la escarcha y las llamas de su propio cuerpo intentando detener y derretir esa congelación. No obstante, era como un ciclo sin fin, un profundo abismo eterno del que ninguna de ellas saldría victoriosa.
Ambas criaturas eran tan adictas como lo eran del hielo y el fuego que las hacía vivir, como la danza que cruzaban entre la vida y la muerte que las mantenía unidas.
-Porque soy una pecadora.
-¿Por qué?- susurró la bruja.
-Porque, en ocasiones, olvido mirar al cielo.
Cath sintió cómo su mirada se apagaba un poco y la de Lea, en cambio, se avivaba con ardor. De repente, le pareció descubrir que el hielo de su corazón refulgía con ira y un poco de calor poblaba ese sentimiento.
-Olvido mirar al cielo y es entonces cuando, por desgracia, olvido cuán inmenso es el mundo y cuán pequeña soy yo.
En un instante una niebla densa y húmeda las envolvió a ambas, ocultando a sus ojos el bosque que quedaba tras ellas. Sintieron cómo sus pies se elevaban del suelo y las elevaban cada vez más lejos, a algún lugar nuevo y desconocido. Tal vez se tratara de alguna tierra lejana, sin explorar aún... aunque, realmente, poco les importaba.

-¿Amor?- musitó la pelirroja.
-No, no es amor.
-¿Cariño?
-No, no es cariño- respondió la morena.
-¿Tal vez arrepentimiento?
-Puede ser, puede ser...
-¿Quizá despecho?
-Oh, sí, desde luego.

-¿Podría tratarse de...?
-¿Sí...?- instó Lea.
-¿De celos, obsesión, posesividad, locura?
-Sin ninguna duda. Por supuesto.

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