Hoy
es uno de esos días. Ya sabes: gris, difuso, triste y cariñoso, temor e
incertidumbre de la mano.
Hace
exactamente tres días cumplí años y esa misma mañana desperté con la certeza de
haber soñado contigo. No fue una pesadilla, sino una realidad extrañamente
distinta. Familiar por tu olor pero ajena a mi día a día.
Estabas
vivo, te había crecido el pelo y sonreías otra vez. Apareciste en mitad de una
reunión de familia como un recuerdo con forma de espada y sabor a sal. Como un
fantasma, una aparición y confusa, con el corazón en un puño, pregunté a mi
madre: ¿no había muerto? Ella, de
mirada grave y perdida, respondía: No lo
sé.
Era
tan lejano mirarte… y aún lo era más escuchar tu voz. Salí al balcón. Me esperaste
allí. Y entonces, me alzaste entre tus brazos y me abrazaste. Empequeñecí. Me dijiste
que me habías echado de menos, que me querías.
-Cuánto
has crecido.
Nos
asomábamos al balcón, a la barandilla de un segundo piso.
-Aléjate
del borde- decía yo.
No podía
dejar de mirar el vacío, la acera gris tan cerca y al mismo tiempo tan lejos.
-Aléjate
por favor, no te acerques.
Me mirabas
confuso, casi desconcertado por el objeto de mi atención. Acabaste por reírte a
carcajada limpia pero acabaste por apartarnos del límite entre la nada y el todo.
Me abrazaste más fuerte.
-Serás
tonta…- respondiste alborotando mi pelo para luego observarme fijamente después.
En tus ojos todo era amor- Estoy orgulloso de ti.
Lo dijiste
así, sin más, con una convicción que yo distaba mucho de albergar. Una voz de
una historia distinta me dijo que allí, en ese mundo, llevabas una tienda de
bisutería junto a tu mujer, una joven a la nunca vi y que, con carácter,
parecía hacerte feliz. Tenías dos hijos, una casa con jardín, habías envejecido…
y no sabía si todavía conducías una moto o si seguías fingiendo. La única
certeza de aquel sueño fue que no había sombras, mentes enfermas, pastillas o
visitas a un psiquiatra. No había rastro de enfermedad.
-Te
quiero.
Desperté
en mi cama, confusa y lejana. A mis pies la perra dormía hecha un ovillo y me
quedé con la mirada perdida en su pelaje, rubio pajizo. Me quedé un buen rato
así hasta que, con el despertador marcando la salida del sol, volví a caerme
dormida.
Me desperté
con las felicitaciones de la gente, de mis padres, con el meneo incesantemente
alegre de la perra a mis pies. En secreto calculaba a qué edad me dejaste,
fantaseaba en cómo serías si todavía siguieras aquí y en si, finalmente, ya no
me sentía culpable.
Yo no
creo en estas cosas. No creo en los fantasmas, en las apariciones, en un cielo
tras un último aliento que ha expirado. Sin embargo, no pude evitar pensar que
esa felicidad debía ser, de algún modo, cierta.
Cuando
nadie miraba se me escapó un deseo de felicidad por ti. Caduco, otoñal, pero
completamente sincero así como directo. Al fin y al cabo, tú ya no existes y tu
cariño ya no adopta tus formas… pero nunca, ni por un segundo, he dejado de
quererte yo. No mientras respire, no mientras pestañee, no mientras te sueñe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario