Es horrible y frustrante, lo digo en serio. Realmente parece que me haya propuesto cazar un fantasma o besar una sirena. Un ideal, un rayo de luna becqueriano. No la encuentro... o se vende muy cara, como las putas de Baudelaire.
El impulso de escribir es vicioso, me corroe, como pasar el mono medio retorcido en un rincón y aguantando como un valiente los sudores fríos. Pero no sale, no se expande, no me cosquillea los dedos y me dice: Ahora sí, escribe y no pares.
Tengo la cabeza llena de metralla; ideas que me bombardean los ojos en imágenes y palabras pero se mudan, no dan el paso a la hoja en blanco. Palabras. Son ellas: las palabras; mujeres en una barra de bar a las que invitas y te abandonan en cama ajena y vacía.
Me faltan, se me escapan. Hubo un tiempo que no tenía que buscarlas. Ellas venían solas, reptaban, ahora ya ni siquiera me miran. Sucias rameras. Es como si debiera pagar por ellas. Y hasta creo que lo haría pero ¿a quién?
No me hacen caso, me tienen lástima. He entrado en neurosis, en un ataque de nervios. Creo que se me está pudriendo el cerebro, como si se me cayera a pedazos: el principio de un alzheimer literario. ¿He dicho ya lo mucho que quiero gritar?
El pánico se me pega a la piel con la fuerza de una ventosa, con la grima del alquitrán, la espesura del azabache nocturno.
Creo que me muero. Sé que siento ese impulso narrativo, lo sufro porque palpo el desgarro, la asfixia, el ardor como un trago de vodka... pero la bilis no me alcanza: los verbos no mutan, los sinónimos no germinan, los nombres se atascan y los gritos, finalmente, mueren. No vomito las palabras.
En la boca, en los dedos, en el teclado, en la hoja en blanco, en el lápiz, en la cabeza. Muere ella, muero yo.
Soy palabra, soy tinta, soy personaje, soy emoción; barata o mala, no importa.
Pero muero, empequeñezco... y si lo hace ella, lo hago yo.