Era
tan, tan alto… que podía parecer abrazar el cielo con sus ramas. A veces
parecía besarlo. Era el árbol más alto de todo el lugar, coronaba la colina más
frondosa y era, probablemente, el habitante más longevo de esas tierras.
Resistió
el paso del tiempo, la crueldad del cielo, la imponente presencia de la guerra.
Se impuso al salvajismo del hombre y a la bestia que era la naturaleza. Se había
curtido bajo la dureza, la crudeza que presentaba la vida y desconocía lo que
era el afecto, el cariño o la comprensión.
No
obstante, cada noche al caer el sol una figura menuda a la suya se acurrucaba a
sus pies y se dejaba mecer por el viento. Cerraba sus ojos y se abandonaba al
sueño.
Cuando
esa criatura aparecía, él creía sentirse morir. Ningún humano le inspiraba nada
especial pero esa joven de aspecto frágil le recordaba sus propias ramas cuando
aún eran jóvenes y torpes, probablemente quebradizas.
Al
principio aparecía de vez en cuando y él no reparó mucho en ella. La dejaba
hacer; como mucho la observaba desde lo alto, ocultando su mirada bajo la
corteza y cubriéndola con un abanico de hojas multicolor. A medida que fue
pasando el tiempo, ella le visitó cada vez más, casi con ansia. La veía subir
la colina corriendo, como si la persiguiera algún monstruo y aquella carrera le
fuera la vida en ello.
Al
reclinarse a sus pies, la estudiaba al descansar. Se recostaba sobre la raíz
más grande naciente de la tierra, dejaba reposar allí su cabeza y el resto de
su cuerpo se hacía un ovillo. Su cabellera le hacía pensar en la tierra mojada
tras la lluvia y el río saltaba en sus ojos. Su nariz era respingona y
orgullosa, tanto como el mirlo que se posaba en sus ramas al llegar la
primavera y sus brazos y piernas se asemejaban a unas ramas tímidas que, al
crecer, se fortalecerían abrazando cada una de las depresiones de su imponente
figura cuando, ya mayor, lo escalara hasta llegar a su cima.
A
medida que pasaron las estaciones, algo en él se despertó por ella.
Al
principio se trató de compasión, un cariño por pena que brotó a raíz de
observarla noche tras noche dormida a sus pies, sufriendo en silencio las bajas
temperaturas al llegar el invierno. Sus mejillas palidecían, su cabellera se
llenaba de escarcha, los dientes castañeteaban. Y no se movía en absoluto; ni
siquiera intentaba enderezarse y volver a su casa. Todavía a medio vivir
continuaba siendo hermosa, un cadáver tan encantador como una camelia, una flor
que aún muerta continúa conservando su beldad.
Pasada
la medianoche, una silueta alta y fornida venía a rescatarla hasta encontrar en
los ojos de la joven el nacimiento de una lágrima. El desconocido, un hombre
corpulento, la sujetaba entre sus brazos firmemente e, inconsciente, la
devolvía donde debía vivir. De reojo, ella lloraba cuando era sostenida.
Sintió
celos. Luego confusión, miedo. Él se preguntaba por qué lloraba; se debatía
ante su naturaleza orgullosa al verse incapaz de abrazarla, sostenerla,
cubrirla; mover sus ramas a voluntad.
Así
pasaron los días. Ella le visitaba, se tendía dejándose morir y a medianoche se
la volvían a quitar. La imagen de aquella lastimosa camelia le hacía llorar.
Con
el paso del tiempo las estaciones perdieron importancia, así como su propio
cuerpo y los animales, que le saludaban y él parecía no verlos.
Pensaba
en ella, soñaba con ella, se alimentaba de ella. Se resignó a ser su amigo silencioso,
su compañero inadvertido hasta que, una noche helada ella se revolvió contra su
captor. En el forcejeo él lo vio: los moratones, los cortes sangrantes en
brazos y piernas. El hombre la abofeteó hasta que la joven se quedó quieta, con
la cabeza gacha y matando sollozos.
Se
ahogó en ira, frustración, desesperación. Con cada bofetada una lágrima, con
cada gota roja avecinándose a la nieve un gemido roto. Lo último que escuchó de
ella fueron sus pies arrastrando la nieve, helándose a la escarcha y el roce de
un cuerpo moribundo rendido a su monstruo.
Pero
él se quedaba quieto.
Pero
él no protestaba.
Pero
él no la protegió.
Porque
sólo era un árbol: madera y hojas, corteza y frondosidad. Eso y nada más.
Y
entonces, una última noche, ella vino a visitarle. Se acercó cojeando a la
corteza y apoyó su frente en ella. El tacto rugoso del tronco le calmó el
escozor de los callos y los cortes. Él la sintió tan cerca que bebió la
salinidad de sus lágrimas.
Sabían
a rojo. Olían a flores.
Él
la escuchaba murmurar contra él, como una feligresa que se confiesa a un
sacerdote. Supo de las palizas, de los insultos, de su control, de su soledad,
de su humillación y su desgracia. Mientras ella hablaba, él creía que iba a
erosionar con la tierra y a morir hundido en ella. Su piel se encogió sobre sí
misma tres veces antes de expandirse; el oxígeno entraba en ella desde el
verdor y salía a empujones después. La corteza poco a poco empezó a
resquebrajarse y a abrirse, se dividía en dos. El tronco partió su base hasta
que, poco a poco, la grieta de la madera alcanzó su propia copa. Las ramas
cayeron a los lados, abatidas, hasta que sus hojas dispusieron una cortina
esmeralda que cubrió a la joven, como si creyeran ser el velo de una novia
virgen.
Una
tímida rama cobriza se balanceó sobre la espalda de la muchacha, instándola a
acercarse a inspeccionar el enorme hundimiento del tronco. Cuando se inclinó
sobre éste un soplo de aire fresco entre las ramas le suspiró:
Ven conmigo
Los
ojos de la joven se encontraron con los de su compañero. Se estudiaron con
ternura y conocimiento, fruto de trato durante meses en absoluto silencio.
El
brazo de su amigo empujó su espalda con suavidad y ella, sonriendo y
entrecerrando los ojos de felicidad, cayó en el pronunciado hoyo. Se acomodó en
su nuevo nido cerrando los ojos, dejándose mecer por el rumor de las hojas al
chocar.
Un
crujido azotó el sigilo en el que se sumía el prado. El árbol enderezó su
silueta de un sólo golpe al mismo tiempo que, a modo de costura, su corteza iba
adhiriéndose a sí misma de arriba abajo. El hoyo poco a poco se fue estrechando
hasta que, con un último azote del follaje, quedó total y completamente
cerrado, llevándose consigo el cuerpo de la joven hacia su interior.
Él
sonrió, ella rio. Se sintió morir… pero de felicidad.
Desde
entonces, aquel árbol era tan, tan alto, que podía parecer abrazar el cielo con
sus ramas. A veces parecía besarlo. Era el árbol más alto de todo el lugar,
coronaba la colina más frondosa y era, probablemente, el habitante más longevo
de esas tierras y el que ofrecía las flores más hermosas que, tras morir, se
avecinaban a sus pies jugando a que parecía llorar… llorar camelias rojas.
Inspirado y dedicado a la mujer denominada Bella y al misterio de Hagley Wood: "¿Quién puso a Bella en el Olmo de de las Brujas?"