Éramos la mitad el uno del otro. Nos teníamos ese cuidado que sólo se gana con los años, que se siente cuando ambos corazones palpitan al unísono casi sin pretenderlo.
Éramos tiempo, espacio, risa, un roce en la palma de nuestra mano. Nadie supo entendernos mejor que nuestros ojos al mirarnos, que nuestros pasos al sintonizarse. Hablábamos una lengua propia, una canción nunca escrita.
Éramos esa pareja que, sin ser nada y todo, contemplábamos la lluvia y callábamos porque no hacía falta nada. Soñábamos que cada gota resbaladiza contra el cristal era alguien próximo a morir y creíamos que cuando el agua se arrollaba contra el suelo, ésta cantaba.
Éramos los que creíamos que el mundo se pintaba de un rosa pálido, de un verde de la hierba, de un azul celeste, de un amarillo dorado que ilumina el mundo.
Me prometías estar ahí para mí siempre. Tu protección, tu cariño, tus riñas, tus bromas. De verdad que sentí que deseaba codiciarte para siempre. Tenerte para mí, mantenerte a mi lado, sentirte cercano en la eternidad de nuestra vida.
Sólo conocíamos la felicidad que concedían los pocos años.
Y esa noche se perdió todo. La infancia murió. La inocencia perdió el brillo de su mirada y acabó destellando en lágrimas de agua salada.
Atravesé la puerta principal empapada, no sólo por la lluvia, sino por el llanto que me apuñalaba la garganta y me pintaba las mejillas. Tenía el corazón triste, un zapato roto, el maquillaje corrido y quería hacer trizas mi vestido.
Apareciste a los dos minutos de ahogar un par de sollozos. Me observaste con dolor pero con los ojos más serios que nunca te había visto. Noté la ira en tu pregunta, incluso en el abrazo que me diste mientras negaba con la cabeza con tal de no contarte el rechazo, la verdad.
Me consolaste con un par de abrazos, con ese cacao caliente de los días fríos y el fuego encendido en mitad de la noche. Me tumbé en la cama con dolor en el pecho, contigo guardando mi espalda, curándome la cabeza con tu consuelo susurrado.
Me volví para encontrar la calidez de tu mirada y me asusté. Tu voz sonaba amable pero tus ojos me hundían al mirarte. Me quedé quieta, temblando de pronto y sin saber por qué. Nada en ti sonaba propio de un extraño: ni tu tacto, ni tus palabras, ni tu voz...
No obstante, eran tus ojos devorándome cruelmente los que me hacían marearme, perder la cabeza y creer que podía perder el corazón. Esta vez de verdad.
La calidez de tu mano contra mi mejilla me tranquilizó pero mi pecho no dejaba de temblar y, sin embargo, no era el miedo lo que me paralizaba. De repente, callaste, y lo único que quedó fue la furiosa lluvia contra la ventana.
Tenía la cabeza vacía y, al mismo tiempo, tan llena de tu mirada que me sentía impotente. Tus ojos de serpiente me atravesaban y pensé, tal vez poco equivocada, que la semejanza de nuestra mirada provocaba que tú también te hundieras en la mía.
Suspiraste tan fuerte que creí que te ahogarías en un mar que no existía. Algo en ti sonó a que perdiste una guerra. Tu mano me sostuvo con delicadeza antes de absorberme. Creí asfixiarme contra tu boca; me faltaba el aire. El pecho me dolía. Algo se estaba rompiendo.
Afecto roto, cariño oscuro. Jadeos extraños, llanto contenido, un calor distinto. Creí que, afuera, la lluvia lloraba por mí. Recuerdo aquel cuerpo, aquel momento, como una jaula que me atrapaba dentro de sí con el miedo, latente, de que me escapara.
Pensé que mis manos no eran mías, que mi voz y ojos fueron otros esa noche. Éramos extraños, éramos la mitad el uno del otro de forma distinta. Dolía, llenaba, apuñalaba, laceraba, quemaba, enfriaba, vaciaba, iluminaba y oscurecía.
Los colores se volvieron eléctricos. Atrás quedaron los rosas inocentes o los amarillos risueños. El mundo se me concibió bajo los matices que me ahogaron esa noche: el negro que envolvía el cuarto o el rojo de tu boca que me besaba con dolor.
Esa noche pasó. Vinieron otras.
Las noches de cielo cerrado mi puerta permanecía cerrada. Las noches sin luna, con ella, con nubes difuminadas, las ruidosas, las silenciosas... Todas ellas. Puerta cerrada, quietud absoluta. Con cada una de esas noches mi respiración se acompasaba pero dentro de mí, enferma, la ansiedad crecía. Mi alma buscaba algo, un pedazo tuyo. Tal vez una respiración más, una mirada más, una noche más.
Pero luego volvía la estación de las lluvias y la puerta de mi dormitorio se abría. El agua llamaba a mi ventana, los truenos comprimieron todo ruido ajeno, los rayos trazaron las formas de nuestros cuerpos.
Callábamos. Te deslizabas a mi lado mientras repetías quererme y yo no te respondía. Tu voz, mi silencio y un beso por cada respuesta. Volvía el roce, el calor, mi ansiedad silenciada, los jadeos que la tormenta ocultaba.
Y al fin, como cada noche acabada, tu voz me confesaba:
-Espero que mañana llueva.
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