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miércoles, 15 de enero de 2014

Me enamoraste, Barcelona


Va ser el teu mar, el teu Tibidabo, el teu Gaudí, el teu modernisme, el teu Montjuïc, el teu Barri Gòtic... Tota tu vas enamorar-me, Barcelona.
Crec firmement que un no té que oblidar mai d'on ve.



TraducciónFue tu mar, tu Tibidabo, tu Gaudí, tu modernismo, tu Montjuic, tu Barrio Gótico... Toda tú me enamoraste, Barcelona.
Creo firmemente que uno no debe olvidar nunca de dónde viene.


"Freddie Mercury, Montserrat Caballé - Barcelona"
http://www.youtube.com/watch?v=HiB7Be0wNsg
 

sábado, 11 de enero de 2014

"Letanías de Satán" por Charles Baudelaire


Oh tú, el Ángel más bello y asimismo el más sabio
Dios privado de suerte y ayuno de alabanzas,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Príncipe del exilio, a quien perjudicaron,
Y que, vencido, aún te alzas con más fuerza,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que 
todo lo sabes, oh gran rey subterráneo,
Familiar curandero de la angustia del hombre,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que incluso al leproso y a los parias más bajos
Sólo por amor muestras el gusto del Edén,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Oh tú, que de la Muerte, tu vieja y firme amante,
Engendras la Esperanza - ¡esa adorable loca!

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que das al proscrito esa altiva mirada
Que en torno del cadalso condena a un pueblo entero

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú sabes las guaridas donde en tierras lejanas
El celoso Dios guarda toda su pedrería,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, cuyos claros ojos saben en qué arsenales
Amortajado el pueblo duerme de los metales,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, cuya larga mano disimula el abismo
Al sonámbulo errante sobre los edificios,
¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que, mágicamente, ablandas la osamenta
Del borracho caído al pie de los caballos,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que por consolar al débil ser que sufre
A mezclar nos enseñas azufre con salitre,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que imprimes tu marca, ¡oh cómplice sutil!
En la frente del Creso vil e inmisericorde

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que en el corazón de las putas enciendes
El culto por las llagas y el amor a los trapos

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Báculo de exiliados, lámpara de inventores,
Confidente de ahorcados y de conspiradores,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Padre adoptivo de aquellos que, en su cólera,
Del paraíso terrestre arrojó Dios un día,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!
                                   
Oración:
Gloria y alabanza a ti, Satán, en las alturas
Del cielo donde reinas y en las profundidades
Del infierno en que sueñas, vencido y silencioso.
Haz que mi alma, bajo el Árbol de la Ciencia,
Cerca de ti repose, cuando, sobre tu frente,
Como una iglesia nueva sus ramajes se expandan.




Imagen: "El Ángel Caído" por Ricardo Bellver y Francisco Jareño. Parque del Retiro (Madrid).

martes, 7 de enero de 2014

La sirena, el pozo y el mar


El pozo no tenía una altura fija. Un día medía un metro, otros siete. Y la marea iba y venía de pronto... Unos días el agua disminuía, otros no.
Ella escarbaba la piedra. Hundía las uñas de piel abierta y sangrante en la dura roca. Se divisaban las líneas, rectas, curvadas, resquebrajadas, torcidas... de todo tipo, escribiendo una historia agonizante.
Y su aleta, pelada y débil, golpeaba la pared. Quizá para llamar a quién la había arrojado al fondo o tal vez para liberarse de su prisión. Puede que fueran ambas cosas. En cualquier caso, ella continuaba combatiendo sintiéndose perdida, débil, herida. Demasiado tarde se había dado cuenta que se hallaba en una prisión, una de esas en las que no es posible escalar muros de piedra, burlar a guardias o hundirse en un túnel de huida. 
Los besos insuflaron ponzoña, los abrazos encadenaron grilletes, las miradas regalaron miedo, las palabras robaron los suspiros y la vida, convaleciente, escapaba por ellos.
La doncella fue echada al pozo sin piedad, donde se vería resignada a no poder ser libre nunca más. Una sirena sin mar, sin espuma, sin peces que admirar o lechos rocosos en los que cantar.
La libertad le había sido negada y ahora debía agachar la cabeza, derrotada, únicamente pudiendo llorar. La tierra que rodeaba el pozo escuchaba su canto triste, agónico, que se asemejaba al de un pájaro que solloza por no poder volar. Hasta de noche parecía que los muros de su prisión lloraban con ella mientras, en lo alto, su raptor la observaba entre embelesado y satisfecho. No mostraba su sonrisa, fruncía el ceño y si enseñaba los dientes sólo una mueca maliciosa o de asco asomaba a aquellos labios de encías podridas. La boca le sangraba, cada beso concebía un sabor a muerte.
Morir en vida, morir encadenada, morir sola, morir sin llegar al fin. Tortura eterna en agua estancada, entre muros de violencia y escupitajos de amor corrompido... La doncella contaba el tiempo con cada burbuja que brotaba de sus labios, impávidos: ¡plop! ¡Plop! Tic, tac, tic tac, tic tac... ¡Plop! ¡Plop!
Y un día, casi sin más, los muros adelgazaron su grosor. Algo desde el exterior los erosionaba devorando la piedra y deshaciendo el granito. El agua del pozo creció. Estaba subiendo la marea.
Las aletas de su nariz captaron, casi con hambre, la espuma del mar, la sal de las rocas y escucharon, ávidas, el oleaje. Una vez más, con dolorida esperanza, acometió contra las rocas. La cola de la doncella partió la roca por la mitad a la vez que su captor emitía un grito de agonía a la nada. El pozo se derrumbó y la sirena, enfebrecida, se sumergió al fondo de su cárcel donde el suelo se descompuso por completo dejando, al descubierto, el alma del grande y ancho mar.
Una voz dulce, en un susurro, le cantó al oído la balada de las rocas, de las cuevas submarinas, del lenguaje secreto de los peces y de la fina arena. Le habló de libertad, de alma, de amistad y de amor. Y ella sonrió. Rio. Rio como nunca.
Una flecha de Cupido le atravesó el pecho divisando a su marino, admirándola desde la orilla. Ya no se advertía a ningún captor, tan sólo un sincero amante rodeado de perlas y coral.
Sus ojos respondieron a su mirada y ella, en un segundo, le respondió con su sonrisa y su cola. Él enrojeció. Y de amor él erosionó en espuma, reptó por la arena adentrándose en el agua. Se zambulló en las salinas hasta nadar al lado de su amada. Convertido en espuma subió a sus labios y los besó, rodeó su cintura acariciando su cola, embelleció su cuerpo en abrazos de coral y amó aquella cabellera hallando joyas preciosas.
La sirena, colmada de amor, cantó una tonada meciéndose en el deseo, en el hambre, en su amante y en el agua, cristalina, clara y abierta. Aquella doncella respiró libertad, devolvió gratitud y ofreció, durante siglos, lo que ansiaban todos los hombres.
Una mirada húmeda, diáfana, la amó con cada ola que la vistió de sal. Resultó que su hombre, su único amante, fue el mar.